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Eduardo
Acevedo Díaz - (1851 - 1921) |
Biografía
Material
Extraído de Colección de Oro del Estudiante - Eduardo Acevedo
Díaz – “Soledad” – Obra completa –
Resúmenes – Análisis – Biografía- Manuel
Montecinos Caro – Impreso en Chile y “Los mejores cuentos”
– Selección, prólogo y notas de Pablo Rocca–
Ediciones de la Banda Oriental – Montevideo – 1997. Pertenecía
a una familia patricia que había optado por la divisa blanca en
los orígenes de los bandos que hoy llaman “tradicionales”.
Esto le pesó tanto, que aún adolescente se convirtió
en guerrillero bajo el mando de Timoteo Aparicio en la Revolución
de las Lanzas (1870-1872). En las
elecciones presidenciales de 1903, junto con una minoría sobre
la que tenía influencia, votó por José Batlle y Ordóñez
contraviniendo la posición de la mayoría blanca. Rápidamente
los díscolos fueron expulsados del Partido Nacional. Aceptó
del nuevo gobierno el cargo de embajador en los Estados Unidos. Recorrió
el mundo, siendo sus últimas páginas producto de sus viajes,
como las que registran una travesía desde Inglaterra hasta Norteamérica. Fue un gran patriota. Ya sea como periodista, político o escritor se destacó por ser un hombre que anhelaba lo mejor para sus conciudadanos. Eduardo Acevedo Díaz es el primer narrador uruguayo de jerarquía universal. RESUMIENDO:
Eduardo Acevedo Díaz cultivó el periodismo, la oratoria,
la novela. Según el crítico Zum Felde, para Acevedo Díaz escribir no sólo es narrar una historia, crear personajes ni tampoco sólo penetrar en el alma de una época, sino ir más allá. Para él, el escritor debe ser una especie de guía espiritual de su pueblo; pues “debe renovar los moldes de las grandes encarnaciones típicas de un ideal verdadero”, de un ideal auténticamente patriótico, fundado en el valor espiritual de la tradición, que aliente “las grandes inspiraciones nacionales”, según sus propias palabras. A Acevedo
Díaz le tocó vivir en una etapa literaria de transición
entre el Romanticismo y el Naturalismo. Acevedo
Díaz fue un gran admirador de Víctor Hugo. De él
tomó la manera de usar lo histórico en la novela para hacer
de ella algo parecido a la epopeya. Goic dice: “Sin detenerse en pintoresquismos ni excesos truculentos, la novela de Acevedo Díaz ilustra con propiedad y exactitud el carácter primitivo de las masas que conquistaron la libertad de la Banda Oriental.” SUS OBRAS: Eduardo Acevedo Díaz comenzó en la vida literaria con su novela “BRENDA”, publicada en forma de folletín, es decir, en capítulos, en el diario “La Nación”, de Buenos Aires. Cuando
el escritor está en pleno dominio de su arte, comienza a publicar
la serie de cuatro novelas históricas que le dieron fama. Ellas
fueron: “ISMAEL” (1888), “NATIVA” (1890), “GRITO
DE GLORIA” (1893) y “LANZA Y SABLE” (1914). Enrique Anderson Imbert, crítico argentino, opinó: “Las tres primeras forman un tríptico que es lo que coloca a Acevedo Díaz entre los más enérgicos novelistas de América.” En general todos los historiadores de la literatura hispanoamericana han elogiado esta magistral creación histórica-novelesca del ilustre creador uruguayo, aunque le objetan sí sus concesiones a su afán de hacer más historia que literatura y ciertas caídas en un estilo declamatorio más propio de la oratoria que la novela. A parte de las novelas mencionadas anteriormente, destacamos también a “SOLEDAD”, novela breve en la cual se advierten claramente los dotes singulares que poseía Acevedo Díaz como narrador y descriptor. Todas sus obras, a pesar del tiempo no han perdido atractivo, por ser amenas, vigorosas y transidas de fervor patriótico. Son leídas con agrado y admiración. MÁS SOBRE LA OBRA DE ACEVEDO DÍAZ: La sabiduría
literaria demostrada en las novelas del ciclo histórico (Ismael,
1888; Nativa, 1890; Grito de gloria, 1893 y Lanza y Sable, 1914) se vincula
a su rica experiencia personal y a una ideología que impulsa al
afán de construir una nación independiente y republicana. Algunos comentarios breves sobre determinados cuentos: En “Sin lápida” el autor narra un acontecimiento estremecedor. En “La cueva del Tigre”, refiere con firmeza y depurado realismo la letal persecución de Fructuoso Rivera a los charrúas. “El primer suplicio”, pequeña pieza magistral, cuenta el fin de un soldado rebelde durante la “Revolución de las lanzas” y examina “la masa cruda, indisciplinada, agresiva por hábito, irrespetuosa por inconsciencia”. “El
combate de la tapera”, resulta, una breve epopeya de la resistencia
criolla ante la avasallante invasión extranjera. En “La víspera y en la hora del silencio”, Acevedo Díaz refiere un acontecimiento de armas de la revolución del 70, ocurrido en Mansevillagra (o Mansavillagra). Todos estos relatos se desarrollan casi siempre en Montevideo y sus personajes, excepto los de “Molino del galgo”, pertenecen a la burguesía, alta o media. Eduardo Acevedo Díaz se ubica entre los mejores cuentistas de América Latina. 2da. parte: INFORMACIÓN
HISTÓRICA Y LITERARIA DE Material Extraído de Eduardo Acevedo Díaz – El caudillo olvidado – SERGIO DEUS – ACALI EDITORIAL – MONTEVIDEO 1978 El 25 de abril de 1903 Eduardo B. Anaya despedía a Eduardo Acevedo Díaz que dos días antes se había alejado de la dirección de “El Nacional”, diciendo: “Pasarán estos días de pasiones embravecidas, de enconos febricientes, de ofuscamientos inconcebibles, y la reacción vendrá y premiará en Eduardo Acevedo Díaz la virtud sin mácula, el talento sin sombras, el esfuerzo gigantesco del luchador de hierro, la obra impersonal del periodista, del tribuno, del soldado, del ciudadano, del partidario. Es cuestión de tiempo.” En ese momento, las palabras de uno de sus más fieles y leales amigos y colaboradores fueron en vano. No era el momento propicio para apreciar serenamente la personalidad de Eduardo Acevedo Díaz, recién expulsado del Partido Nacional, acusado de traidor y condenado a perderse en el silencio y en el olvido. Eduardo
Acevedo Díaz fue en su vida y en su ejemplo todo lo que proclamaba
su compañero y discípulo de “El Nacional”. Reconocido
como escritor, en su época fue leído como casi ningún
otro uruguayo lo ha sido en la suya. Los críticos lo han llevado
al sitial que se merece: el creador hasta hoy insuperado de la novela
histórica en nuestro país. Pero
fue Francisco Espínola, el escritor que más se ha acercado
a la persona y a la obra de Acevedo Díaz. Con
respecto a Acevedo Díaz, el político: La vida
de nuestro primer novelista, transcurrió entre la literatura y
la política. Fue a esta última a la que brindó sus
más grandes esfuerzos. Cuando
en 1895 volvió al país a hacerse cargo de la dirección
de “El Nacional” no vino a hacer literatura política,
sino a practicar un duro, acerado, ejemplarizante periodismo combativo. Escribió para ser comprendido por todos, y en especial para la “masa cruda”, a la cual se dirigió –como dice Espínola – “en artículos tan magistralmente realizados que todavía conserva la memoria del gentío, en una inaudita persistencia que no tiene parangón en el historial del periodismo de América; como tampoco lo tiene el poder penetrador de su oratoria, al punto de que, aún hoy, no es cosa sorprendente el escuchar de labios de viejos luchadores, en cualquier pago de la patria, períodos enteros de los discursos con que Acevedo Díaz inflamaba el corazón de las muchedumbres, por única vez hasta entonces atraídas por otra cosa que para la guerra, en las primeras asambleas políticas a campo abierto que tuvieron lugar en el país.” En 1895
no se negó al llamado de la juventud de su partido, para ponerlo
al frente de un diario en Montevideo. El 18
de julio de 1895, a los cuarenta y cuatro años de edad, en plena
madurez física e intelectual, Eduardo Acevedo Díaz se hizo
cargo de la dirección de “El Nacional”. Volvió
a su tierra nativa, despojado de ambición, más ascético
que nunca, lleno de anhelos, dueño de sus facultades, creador,
poseedor de su estilo. “¡Caudillo! –le dijo en su oración fúnebre Constancio C. Vigil-. Fue, pues, uno de los grandes hombres extraordinarios que en un momento dado condensan, definen, realizan las aspiraciones de un pueblo. “Es preciso haber vivido aquellos días de sus triunfos y de su gloria, cuando su casa era la tienda del guerrero que ha sitiado al enemigo, y su pluma era una espada que al moverse despedía chispas y fuego, y su voz resonaba a cada instante como un clarín que concitaba a la carga, para saber quien era éste, sobre el cual pongo ahora mi dolor y mi amor como un puñado de tierra uruguaya.” La gran
revolución nacionalista de 1897 fue en gran parte fruto de su prédica,
de su acción, de su ejemplo. Desde
su caída del poder en 1865, el Partido Nacional adquirió
gran pujanza. El Partido
Colorado estaba llegando a su fin, sin personalidades de relieve, estaba
a punto de declinar el mando. Los años de exclusivismo colorado
parecían terminarse. En el
quinquenio transcurrido entre 1898 y 1903 el nacionalismo se despedazó
en una lucha sin cuartel en la cual Acevedo Díaz se batió
solo contra la dirigencia conservadora partidaria. Y en esa lucha Saravia
tomó partido y echó su espada en la balanza a favor de esta
última, decidiendo así la suerte de Acevedo Díaz
y la suerte del Partido Nacional. Acevedo
Díaz fue una víctima: una generación de nacionalistas
lo descalificó considerándolo maldito entre todos los malditos,
haciendo pesar sobre su persona, primero, y sobre su memoria, después,
responsabilidades en que habían incurrido otros, para los cuales,
sin embargo, se levantaban palmas. En su
“Carta Política” - 15 de setiembre de 1903, escrita
a modo de testamento antes de abandonar el país, Eduardo Acevedo
Díaz dijo: “He puesto mis armas en la panoplia, y ahí
quedarán tal vez por lapso indefinido; si quieren ustedes velarlas,
mejor, pues bien saben que lo merecen las que como ellas jamás
se mojaron en veneno ni hirieron nunca por la espalda. Este
libro aspira a ser un avance hacia esa ratificación que confiaba
Acevedo Díaz. La función de este libro no puede ser otra que la de rescatar la verdad del pasado, situando a los hechos y a los hombres en el lugar y en el valor que realmente ocuparon. Eduardo
Acevedo Díaz fue protagonista de una hora crucial en la vida política
del país. Durante los dieciocho años que transcurrieron entre su alejamiento del país y su muerte, Acevedo Díaz calló. En su “Carta Política” que fue a su vez la expresión de su renunciamiento definitivo y una afirmación intacta de fe en los principios por los cuales combatió toda su vida, dijo: “Me elimino sin odio y sin violencia, dejando libre el paso a las ambiciones grandes y pequeñas, a la vez que una constancia auténtica de que en los actos de la vida política la simple independencia del ciudadano suele valer y poder, más que los gobernantes soberbios y los caudillos audaces, que en este país han creído muchas veces poder repartirse por iguales porciones la soberanía legítima del pueblo y los destinos de la patria.” Y después
el silencio. Nada más que la serena amargura con que sin queja
vivió sus últimos años.
Tuvo
entre sus antepasados a seres de singulares relieves, protagonistas de
la historia. Dice Francisco Espínola: “Corría por sus venas pues, sangre de seres poco comunes, cuando no extraordinarios; de los impelidos a una vida intensa, proyectada en la acción o en el pensar, abarcadores de horizontes siempre más amplios que aquel que circunscribe en la mayoría el instintivo egoísmo personal. Escenas desmesuradas y detenidas en el tiempo por el índice de la Historia, personajes de espectacular sugestión, fragores de luchas enconadas, pueblos enteros y culturas deteniendo su destino o arrebatando el ajeno, conciencias empeñadas en discernir justicia, plumas puestas a fijar la perpetuación del pasado o a aleccionar a los hombres en los primeros intentos de proselitismo político por la persuasión, todo esto resuena en el existir de Eduardo Acevedo Díaz niño para seguirle cual cosa eviterna con su rumor, a la manera de la recóndita voz del mar en la concavidad del caracol.” Sobre
su niñez y adolescencia se sabe poco. En uno de sus cuentos, “El
Molino del Galgo”, publicado en “El Nacional” en setiembre
de 1895, evoca los campos, las quintas, los lugares por los que frecuentó
en su niñez. A parte de la influencia de Homero, recibió la de su abuelo materno, el Gral. Antonio Díaz a cuyo lado vivió, junto con sus padres, hasta el fallecimiento de aquél en 1869. Hombre de armas y hombre de letras, con una marcada inclinación hacia los estudios históricos, Antonio Díaz intervino activa y decisivamente en la educación de su nieto Eduardo, quien habría de seguir durante toda su vida el ejemplo de su abuelo materno. La vocación
de Acevedo Díaz por las cosas militantes se introdujo, también
en sus obras de escritor. Las páginas que dedicó en sus
trabajos literarios a describir batallas son memorables. La Batalla de
las Piedras en “Ismael”, La Batalla de Sarandí en “Grito
de Gloria”, Palmar en “Lanza y Sable”, Ituzaingó,
en “Épocas militares de los países del Plata”,
aparecen como cuadros vivos de una intensidad, un movimiento y una crudeza
insuperables. Un suceso que muestra claramente cuáles eran la rigidez y la integridad morales del Gral. Antonio Díaz fue el siguiente: en enero de 1846, desempeñando éste el Ministerio de Guerra y Marina y la jefatura del ejército del litoral y del norte del gobierno del Cerrito, a raíz de la fuga de algunos extranjeros presos en Paysandú y de la derrota del Comandante Vergara, sitiador de Salto, recibió de Oribe la siguiente orden: “Proceda usted a ejecutar a los cabecillas del motín y fuga sean ingleses o franceses.” Antonio Díaz replicó de inmediato: “Yo, señor presidente, soy ministro de estado y general, con mando de una de las divisiones del ejército a sus órdenes. En tal carácter no eludiré el cumplimiento de ningún acto, cuya solidaridad como ministro creo que puedo y debo compartir dignamente por el propio honor y crédito administrativo de usted, y como general tampoco rehúso, como he rehusado hasta hoy, concurrir a las exigencias de mi puesto como militar pundonoroso; pero de eso a descender a la categoría de verdugo, y de verdugo de personas indefensas, y además, inocentes, hay notable distancia, y no lo haré, porque usted sabe que no lo haré… No daré… cumplimiento a esta disposición. Somos compañeros de muchos años de vida política, y usted sabe cuál ha sido mi conducta. Esta no ha variado, ni se adapta a las circunstancias en que usted quiere colocarme. Creo más: no sería la última vez que nos encontremos en completo desacuerdo.” En 1869
Eduardo Acevedo Díaz terminó sus estudios de bachillerato
ingresando en la Facultad de Derecho. Desalojados del poder por la fuerza y mediante la intervención de armas extranjeras, perseguidos, expuestos a sufrir duras violencias en sus bienes y en sus personas, los blancos emigraron. Santa Fe, Corrientes, Entre Ríos, albergó a cerca de 25.000 orientales escapados del terror colorado. En marzo
de 1868 fue elegido como séptimo Presidente constitucional de la
República el Gral. Lorenzo Batlle. Formó un ministerio en
el cual pretendió incluir a todas las tendencias en que se dividía
el Partido Colorado, intentando así devolverle la unidad perdida
al coloradismo que, a la muerte de Venancio Flores se había fraccionado
en pequeños grupos. En mayo de 1868, Máximo Pérez, jefe político de Soriano, se sublevó contra el gobierno que pretendía reemplazarlo; fue reducido por Goyo Suárez y Francisco Caraballo. Un año después, se sublevó este último, siendo sometido por Máximo Pérez. En febrero de 1868 Timoteo Aparicio, al frente de un grupo de hombres, cruza el río Uruguay desde Concordia, con el propósito de apoderarse de Salto. Fracasó y la expedición tuvo que volver a Entre Ríos. Al año
siguiente se constituyó en Buenos Aires un Comité de Guerra
con la finalidad de obtener recursos para la revolución blanca.
Este Comité, estaba presidido por Eustaquio Tomé y del cual
formaban parte Agustín de Vedia, Francisco García Cortinas,
Darío Brito del Pino y Martín Aguirre. No tuvo mucho éxito
pues, los hombres de fortuna del partido no quisieron contribuir. Era ése el comienzo de la “Revolución de las lanzas”, así llamada porque fue la última de nuestras guerras civiles en que se emplearon las armas tradicionales y se combatió en la misma forma en que se había combatido en las épocas de la Patria Vieja. En agosto
de 1870 las fuerzas revolucionarias tomaron la ciudad de Mercedes, el
6 de setiembre. El movimiento revolucionario contó con el aporte de cierto sector de la intelectualidad del partido blanco. Abdón Aróztegui, volcaría en un libro todas las experiencias recogidas. Agustín de Vedia, Francisco Lavandeira y Francisco Xavier de Acha se incorporaron a las fuerzas de Timoteo Aparicio, provenientes de Buenos Aires y aportando el concurso de una imprenta volante en la cual editaran varias hojas periódicas: “La Revolución”, “El País” y “El Molinillo”. El 26
de octubre de 1870 el ejército revolucionario compuesto por 5000
hombres, volvió a sitiar Montevideo. De inmediato se pasaron a
él muchos jóvenes universitarios blancos, entre ellos Eduardo
Acevedo Díaz y su hermano Antonio. La incorporación
de Acevedo Díaz a las fuerzas revolucionarias se produjo pocos
días después del 10 de noviembre, habiéndosele confiado
el cargo de “ayudante secretario del fiscal militar”. El sitio
de Montevideo duró hasta el 16 de diciembre. Seis días después, Eduardo Acevedo Díaz, que había participado en la batalla, seguido con los restos del ejército blanco, se retira a Durazno. En ese momento les escribe a sus padres: “Queridos padres: “¡Cuántas quejas y reconvenciones nos habrán dirigido Uds. por no haberles escrito para sacarles de la ansiedad en que naturalmente han debido encontrarse! ¡Cuántos sucesos! ¡cuántas fatigas y sinsabores! ¡cuánta sangre y cuánto horror! “La
batalla del Sauce no se describe en dos palabras; el clásico heroísmo
de esta patria infortunada, patentizado a mi vista; grabado indeleblemente
en ese archivo del tiempo que se llama memoria, me ha conmovido profundamente. El 16
de julio de 1871, el ejército blanco se vio enfrentado en una nueva
batalla con las fuerzas gubernistas, al mando del Gral. Enrique Castro.
Acevedo Díaz narró así la muerte del viejo caudillo: “Empeñado
en detener el desbande, el general Medina se negó al pedido de
sus oficiales de que se apresurara a ponerse a salvo, quedándose
en la retaguardia de sus tropas en dispersión. Montaba un caballo
de primer orden, considerado como de los mejores del ejército como
animal de carrera. En su pertinacia, fue sujetando riendas, mientras la
caballería contraria lanzándose a la persecución
bajaba a gran galope la cuchilla, cubriendo materialmente el espacio a
su frente con una lluvia de “boleadoras”. Aunque derrotada en el Sauce y en Manantiales, la revolución no estaba vencida. Sus fuerzas se rehacían con nuevas incorporaciones. Las gestiones de paz se iniciaron en los primeros meses de 1871 para culminar, más de un año después, cuando ya Lorenzo Batlle había resignado el mando en Tomás Gomensoro. Fue el 1º de marzo de 1872 cuando Lorenzo Batlle dejó la presidencia de la República, la que fue confiada a Tomás Gomensoro, Presidente del Senado. El 6 de abril se firmó el convenio de paz entre el gobierno y los jefes revolucionarios. Con la Paz de Abril, en la que se estableció que “todos los orientales renuncian a la lucha armada y someten sus respectivas aspiraciones a la decisión del país, consultado con arreglo a su Constitución y a sus leyes reglamentarias, por medio de las elecciones a que se está en el caso de proceder para la renovación de los poderes públicos”, se inauguró en nuestra historia la llamada política de “co-participación”, la que se hizo efectiva por el otorgamiento de cuatro jefaturas políticas – San José, Canelones, Florida y Cerro Largo- al Partido Blanco. La “Revolución
de las lanzas” fue un movimiento popular y campesino llevado cabo
por el sector caudillesco del Partido Blanco. La participación
en ella de elementos de ciudad de filiación principista, caso de
Agustín de Vedia y Francisco Lavandeira, fue una inserción
artificial que no resistió mucho tiempo el cortejo con la crudeza
de los hechos y la rudeza y el primitivismo de los hombres que enarbolaban
la divisa blanca. Había
entre doctores y caudillos, entre principistas y lanceros, una abismal
diferencia de propósitos, de medios y de fines. Para de Vedia la revolución fracasó pues fue incapaz de generar “la solución fraternal y conciliadora, trayendo a los elementos divididos de la nacionalidad a ejercitar su actividad en el campo fecundo de la democracia.” Para Timoteo Aparicio, y para “la masa cruda” que lo seguía, la revolución terminó con el triunfo representado por la posesión efectiva por parte de su partido, de cuatro departamentos, es decir, de una porción de la patria. Ahora los blancos tendrían sus departamentos y el caudillo dedicaría todas sus energías a conservar y guardar sus departamentos, los cuales se han transformado en su espíritu, en fines en sí mismos, por importar la reconquista de una parte del territorio nacional. Tres años después de la Paz de Abril, Timoteo Aparicio no acompañará a la “Revolución Tricolor” y llegará al extremo de luchar junto al ejército colorado contra las fuerzas revolucionarias, porque el gobierno, en la Convención de Paz del 17 de enero de 1875, le aseguró la integridad de sus departamentos. Eduardo
Acevedo Díaz aunque ciudadano universitario y principista por origen
y formación, marcó una línea distinta a la trazada
por Vedia y Lavandeira. Su integración en el ejército revolucionario
fue más profunda que la de éstos. Una hermosa página de Acevedo Díaz, “La víspera y en la hora del silencio”, publicadas en “El Siglo” el 23 de junio de 1871, da testimonio a esos sentimientos: “…El
campamento de un ejército revolucionario es el admirable conjunto
de donde fluyen las corrientes del bien y del mal; allí se fusionan
las esperanzas purísimas brotadas de las impresiones solemnes,
los sentimientos grandes y las ambiciones mezquinas, las aspiraciones
santas y los ideales profundos. Lo grande y lo pequeño, lo pérfido
y lo laudable, hundiéndose con estrépito en la víspera
solemne del combate, en esa fragua devoradora del progreso violento que
somete las almas a su influjo; los corazones todos a un indefinido ardor.
¡Qué hora imponente, qué momento de sublime meditación! Terminada
la guerra civil, el sector principista blanco se abocó a la tarea
de reorganizar el partido y fundó un diario: “La Democracia”
bajo la dirección de Alfredo Vásquez Acevedo, el 1º
de junio de 1872. “El Club Nacional obedece a una aspiración del patrimonio oriental que ha tenido sus manifestaciones gloriosas, sin que los grandes principios en que se funda hayan llegado a realizarse aun en toda su amplitud; no condena ni glorifica los partidos del pasado; no se considera ligado en su marcha a los hechos en que aquella aspiración haya sido contrariada o desconocida, y condena todo esfuerzo que tienda a la organización o perpetuación de partidos o bandos personales, de partidos exclusivistas o tiránicos que renovarían las calamidades de otras épocas, poniendo en peligro las conquistas a caro precio alcanzadas, a favor de la libertad y del orden.” El 13 de junio de 1872, Eduardo Acevedo Díaz llegó a Montevideo. Alberto Palomeque, que lo conoció en la Universidad y que luego sería su gran amigo durante veinte años, lo describe así: “Usaba, entonces, una melena criolla y unos cuellos altos muy abiertos. Su voz ronca y su actitud altanera, me impusieron. Mi espíritu quedó cautivado ante aquella figura romántica por excelencia en la que veía al hombre del futuro, capaz de afrontar las mayores responsabilidades. No tenía esa altanería juvenil surgente de la infatuación de quien recién nutre su cerebro y ya se cree un intelectual de primera magnitud. No: su altanería física no era el resultado de su soberbia ideal. Era un exterior natural, heredado, puede decirse… Como era de esperarse, en su exterior revelaba la soberbia de la juventud que había realizado hazañas, corrido aventuras, sufrido hambre y sed por sus ideas y por sus hermanos… Traía en su mente un tesoro de observaciones recogidas durante esas travesías revolucionarias. Había conocido la grandeza del paisaje, sus hombres, sus costumbres, sus dolores, sus tristezas, sus alegrías y miserias… Acevedo Díaz era otra cosa: él ya era un héroe, diré así. El venía de la guerra. Era un hombre hecho. Tenía autoridad y valor. Un soldado siempre puede afrontar situaciones con ánimo resuelto. Había pasado por la prueba del agua y del fuego…” Apenas
cumplidos los veintiún años, Acevedo Díaz, retornaba
a Montevideo con un inmenso prestigio. “Profesamos
la existencia de un solo Dios, Ser Supremo, creador y legislador del Universo,
única fuente de razón de todo lo que existe; esencia de
bien, de justicia, de amor, de razón y de belleza; ser inmutable;
soberana y perfectísima inteligencia; luz de todas las luces; suma
unidad, suprema armonía. En setiembre
de ese año, Acevedo Díaz leyó en el “Club Universitario”
un trabajo sobre “La Diosa Razón y el Racionalismo”,
como respuesta al anatema del vicario Vera. “Antes
de emprender esa gloriosa marcha hacia el futuro, para la conquista del
ideal respirable, la juventud emancipada tiene que llenar otra misión,
la misión de concluir al desprestigio del Papado, en pie todavía
sobre los ensangrentados escombros de la intolerancia, de arrancar su
sacerdocio inicuo a los que anatematizan la sacrosanta libertad y degradan
la más sublime concepción humana; de descorrer el velo tenebroso
con que la Iglesia Católica cubre su gangrena; de contar una a
una, en el templo de los suplicios pasados, las gotas de sangre destinadas
a aplacar los manes vengadores; de invocar los legados memorables, que
los mártires como poemas entonaron en vida, y de condenar a esa
religión, a esa Iglesia, que no es madre sino déspota, a
escuchar eternamente los lamentos de esos mártires bajo la diestra
armada del verdugo. Arturo
Ardao ha demostrado documentalmente que Acevedo Díaz, después
de ese apasionado pasaje por el racionalismo derivó posteriormente
hacia el positivismo, reconociendo en esto, la influencia de Ángel
Floro Costa. De los
párrafos anteriormente transcriptos lo que se saca en conclusión
es su posición filosófica no católica y fuertemente
anticlerical. “Pero téngase entendido que, ni el directorio, ni la convención, ni la voluntad del caudillo, serán parte a modificar en lo más mínimo nuestra línea de conducta porque nuestros actos como legisladores, sólo debemos cuenta a nuestra conciencia y a Dios”. En ese tiempo, Eduardo Acevedo Díaz sin abandonar su actividad política e intelectual, reanudó sus estudios de abogacía. “La República” dejó de aparecer en junio de 1873 y casi de inmediato Acevedo Díaz se incorporó a la redacción de “La Democracia”, dirigida desde el 20 de noviembre del año anterior por Agustín de Vedia por alejamiento de Vásquez Acevedo. Su colaboración en el diario nacionalista, en la cual utilizó el seudónimo “Oliverio el Gamo” se prolongó hasta el 21 de enero de 1874, en que junto con de Vedia se retiró aduciendo discrepancias con la orientación partidaria. El 27
de marzo de 1873 murió su madre, Fátima Díaz. En los años que siguieron a la Paz de Abril el país vivió una situación semejante a la que había vivido al término de la Guerra Grande. La situación económica y financiera era angustiosa. Las
clases cultas adjudicaban la situación a la acción perniciosa
de los caudillos y a la influencia nefasta de las divisas tradicionales. “El Club Nacional”, como lo vimos anteriormente, organizado bajo la dirección de Agustín de Vedia y Francisco Lavandeira, significó algo más que un cambio de nombre al viejo Partido Blanco. El principismo colorado, por su parte, se organizó en el “Club Libertad”, teniendo como figuras principales a José Pedro Ramírez y Julio Herrera y Obes. Con las elecciones de noviembre de 1872, realizadas bajo los términos de la Paz de Abril, el Partido Radical no concurrió por considerar que no había garantías suficientes e ingresaron a las Cámaras las principales figuras del principismo blanco y colorado, con la particularidad que los blancos triunfaron en los departamentos controlados por jefes políticos de su partido, mientras que los colorados triunfaron en el resto del país. El 1º
de marzo de 1873 las cámaras recién instaladas eligieron
Presidente de la República a José E. Ellauri. La lucha entre principistas y “netos” se prolongó durante 1873 y 1874. Ellauri como presidente, a pesar suyo y sin vocación para el cargo, no fue el hombre indicado para un país con una situación económica en crisis y en el cual las clases altas clamaban por un gobierno fuerte que impusiera el orden. El 1º
de enero de 1875 debían realizarse en todo el país las elecciones
de Alcaldes Ordinarios y Defensores de Menores. Ese
día se volvió a realizar la elección en el Atrio
de la Iglesia Matriz y cuando nuevamente iba a obtener la victoria la
lista principista se produjo una agresión armada del sector candombero
dirigida por Isaac de Tezanos. Hubo gran tiroteo y el combate duró
alrededor de veinte minutos. El orden se restauró por la intervención
de Lorenzo Latorre al mando de dos regimientos. Eduardo Acevedo Díaz tuvo participación activa en los sucesos actuando como jefe del grupo integrado por Gonzalo Ramírez y otros en la esquina de las calles de Rincón e Ituzaingó, frente al “Club Inglés”, donde se batió como un león. El presidente Ellauri, indeciso y vacilante, días después pronunció palabras sobre lo ocurrido. Se esperaba de él una investigación honesta de los hechos, pero al atribuirle la culpa a los dos bandos se enardecieron más las pasiones. El 14
de enero renunciaron tres ministros de Ellauri: Saturnino Álvarez,
Gregorio Pérez Gomar y Pedro Bustamante. Producido
el motín militar, el presidente Ellauri se refugió en un
barco brasileño surto en el puerto. Al mismo
tiempo en Florida, los jefes políticos blancos de San José,
Canelones y Florida se pusieron a los órdenes de Timoteo Aparicio,
dispuestos a sostener por las armas al gobierno constitucional de Ellauri. El 19 de enero los delegados del gobierno y los jefes nacionalistas suscribieron una Convención de Paz en la cual, “en mérito de la renuncia que implícitamente se desprende del silencio del Presidente Constitucional de la República, doctor don José Ellauri y del retraimiento en que se mantiene sin defender ni solicitar que se defienda su autoridad de tal”, se acordó la realización de las elecciones generales para noviembre de 1875 y la provisión de las Jefaturas Políticas de San José, Florida, Canelones y Cerro Largo con ciudadanos pertenecientes al Partido Nacional. Timoteo
Aparicio marchó a Montevideo a ser agasajado por el gobierno. Al
llegar, visitó al Gobernador Provisorio y al día siguiente
concurrió a un Te-Deum en la Catedral y asistió desde los
balcones del Cabildo a un desfile militar. Luego, le fue ofrecido un banquete
en su honor en casa del diputado blanco Nicasio del Castillo al cual concurrió
el nuevo Ministro de Hacienda y Relaciones Exteriores José C. Bustamante.
Pedro
Varela integró su ministerio con hombres como: Isaac de Tezanos,
de participación decisiva en los sucesos que llevaron al golpe
de Estado, en el Ministerio de Gobierno; José C. Bustamante, en
Relaciones Exteriores y Hacienda; Lorenzo Latorre, en Guerra y Marina,
Francisco Bauzá, ocupó la Secretaría de la Presidencia. El destierro de los principiantes conmovió profundamente el espíritu de Eduardo Acevedo Díaz. “Más tarde –diría años después dirigiéndose a Aureliano Rodríguez Larreta – ocurrida la caída del gobierno constitucional del doctor Ellauri, y cometida la enorme iniquidad de tu deportación a La Habana en la barca “Puig” con catorce ciudadanos más, no pude contemplar impasible semejante atentado, y en tanto tú con ellos, montados en las olas, hacías un viaje casi dantesco, yo escribí una hoja revolucionaria titulada “¡Arriba corazón! que me ayudó a repartir personalmente el valeroso correligionario doctor Alberto Palomeque, en altas horas de una de las noches lúgubres con que se inició en año terrible.” El hecho le valió a Acevedo Díaz tres días de prisión en la capilla del Cabildo, y aunque se pensó en pasarlo por las armas, se le puso en libertad por no haberse encontrado el documento original en un allanamiento practicado en su domicilio. Libre,
Eduardo Acevedo Díaz reanudó su lucha contra el régimen,
lo cual le era muy difícil. Acevedo
Díaz comenzó a colaborar en la revista con trabajos de carácter
histórico, pero debido a la situación que imperaba en ese
momento comenzó a escribir artículos con clara intención
política: “El desterrado” (dedicado, aunque sin nombrarlo
a Agustín de Vedia), “La última palabra del proscripto”
(un ataque a la indiferencia popular frente a los atropellos de la dictadura),
donde reprochaba al pueblo “que tenía miedo de respirar,
y que había perdido hasta el sentimiento de la dignidad.” A la semana siguiente, fue la culminación. Bajo la firma “Oliverio el Gamo”, Acevedo Díaz dedicó un artículo al Gobernador Provisorio, titulado: “El himno nacional y D. Pedro Varela”, que se cerraba con este dístico de la canción patria: “Si enemigos, la lanza de Marte, si tiranos, de Bruto el puñal.” El gobierno reaccionó de inmediato y encarceló en el Cabildo a Acevedo Díaz, Palomeque y Juan C. Roldós. Allí estuvieron 19 días encerrados en un calabozo, sin ponerlos a disposición de la justicia. El 29 de mayo de 1875 Acevedo Díaz y Palomeque fueron desterrados a Buenos Aires. En la capital de Argentina, Acevedo Díaz entró en contacto con el comité revolucionario dirigido por el Dr. José Ma. Muñoz y, al poco tiempo, desempeñando una función que le confiara el comité, volvió a Montevideo, pero delatado tuvo que huir vestido con traje de marinero en un bote de pescadores. El comité revolucionario comenzó a publicar un periódico: “¡10 de enero!”, en el cual colaboró Acevedo Díaz. Mientras
tanto en Montevideo, se producían varios intentos revolucionarios
contra el gobierno de Varela. El 25
de mayo se sublevó en Cerro Largo, el Cnel. Ángel Muniz,
al frente de cuarenta hombres y llegó a tomar la villa de Melo;
al mismo tiempo en Durazno, se sublevó el Cnel. José Ma.
Pampillón. Esos movimientos revolucionarios tuvieron poca significación, escasos hombres, mal armados, estaban vencidos de antemano por el gobierno que dispuso, al efecto, del apoyo de Timoteo Aparicio y Basilio Muñoz, siendo Muñoz el que redujo a Pampillón. En julio invadieron la República, desde Yaguarón, los coroneles Ángel Muñoz y Jacinto Llanes al frente de reducidos grupos armados. En agosto de 1875 volvieron de Buenos Aires los deportados de la barca “Puig” y se constituyó un Comité de Guerra que resolvió dar el apoyo al movimiento revolucionario iniciado por Puentes, Llanes y Muniz y expidió un manifiesto que expresaba que la revolución debía tener un símbolo común, el cual no debía ser de ninguno de los partidos para que pudiera ser de todos, y que por ello había adoptado en la lucha la divisa tricolor “que nuestros antepasados ciñeron en su frente en los tiempos en que debatían los destinos de la Nación.” El 27 de setiembre de 1875, el Cnel. Julio Arrúe desembarcó en la Agraciada con el batallón de infantería “10 de enero”. Eduardo Acevedo Díaz tenía grado de capitán. Fue
el 7 de octubre cuando el Cnel. Arrúe derrotó en Perseverano
(Soriano), a un ejército gubernista al mando del Cnel. Carlos Gaudencio. La guerra se mostraba indecisa en parte a la mala conducción de las operaciones por los jefes gubernistas, en su mayoría blancos, hasta que Lorenzo Latorre, Ministro de Guerra, decidió ponerse al frente de las operaciones militares en campaña. La revolución terminó a principios de diciembre de 1875, cuando los principales jefes revolucionarios, Muniz, Arrúe, Llanes, Ferrer, acompañados por Acevedo Díaz hasta el final, se internaron en Brasil, mientras que otros como Pampillón y Saura se acogieron al indulto acordado por el gobierno. El movimiento revolucionario había fracasado: la falta de recursos bélicos, la carencia de una efectiva unidad de mando, la impopularidad de la divisa tricolor que no logró sustituir las divisas tradicionales, el poco apoyo popular recibido por la revolución y prestado, cuando existió, más como adhesión personal a los caudillos que como participación en un movimiento nacional. Derrotada la revolución, Acevedo Díaz pasó de Brasil a Argentina y se radicó en Dolores, donde se encontraba Palomeque quien no había participado en la “Tricolor”. A mediados
de 1876 el país vivía los duros tiempos de la dictadura
del Cnel. Lorenzo Latorre, quien en marzo de ese año había
desalojado al Presidente Pedro Varela y gobernaba con el título
de Gobernador Provisorio. Algunos órganos de prensa opositores seguían saliendo, entre ellos “La Democracia” que se mantenía en una línea de oposición mensurada y prudente, destinada a marcar una conducta y a indicar una presencia, pero evitando cuidadosamente el enfrentamiento directo con la situación. A principios de agosto de 1876, Sienra y Carranza se retira de la dirección de “La Democracia” y Juan José de Herrera la confió a Eduardo Acevedo Díaz, recién llegado de su exilio de la República Argentina. Acevedo
Díaz, con 25 años de edad, ardiente, desbordante de pasión
y de coraje, romántico, no era el hombre adecuado para dirigir
el diario bajo la forma que quería Juan José de Herrera. Los
primeros editoriales se ajustaron a las recomendaciones de Herrera y así
se mantuvo por dos o tres días. Sometidos
los detenidos a un consejo de guerra el comandante Mallada resultó
absuelto, mientras que los restantes acusados, un cabo y dos soldados
del batallón 3º de Cazadores, fueron condenados a muerte y
fusilados el 11 de agosto. En conocimiento
del crimen, Eduardo Acevedo Díaz cambió violentamente el
tono de las editoriales y el 12 de agosto publicó un editorial
que marcó el cese de Acevedo Díaz en la dirección
del diario. “…Por
diversos conductores fidedignos, se sabe que el caudillo Ibarra ha sido
muerto después de preso; como sucumbía una paria bajo la
horrenda tiranía de los rajahs, sin el derecho sagrado de invocar
leyes tutelares y sin la triste esperanza de ser acompañado a la
fosa por la compasión del pueblo. ¿Qué importa un
cadáver más? Juan José de Herrera el mismo día le envió una carta recriminatoria, que Acevedo Díaz respondió también el mismo día. Esta fue su respuesta: “Sr. D. Juan José de Herrera. Presente. “…Ud.
Acusa a la vehemencia de lenguaje. Había creído que me sería
dado conservar a la propaganda, toda su elevación e imparcialidad,
apreciando los hechos de la única manera digna y decorosa, que
era permitida a un periódico independiente; había creído
que la moderación y la templanza, muy aceptables, tratándose
de dirimir cuestiones de política abstracta que no rozaran en lo
más mínimo la dignidad de la propaganda, debían ceder
en ciertos casos a las pasiones nobles y generosas, sublevadas ante la
monstruosidad del atentado, ante la enormidad del crimen. El 13 de agosto “La Democracia” publicó las cartas entre propietario y director y suspendió su publicación, la cual no habría de reanudarse hasta el 1º de diciembre de ese mismo año, 1876. Mientras
tanto, Lorenzo Latorre, sofocado de ira por el editorial, ordenó
a Máximo Santos que de inmediato bajase a Montevideo “a levantar
la injuria que pesa sobre su nombre y que amarga en estos momentos a su
familia.” Acevedo Díaz, para salvar su vida, tuvo que refugiarse en casa de su tía doña Joaquina Vásquez de Acevedo, en la calle Sarandí. De allí salió en traje de oficial de la marina española en compañía del capitán y oficiales de fragata de guerra española “Narváez”, trasbordando después el vapor de la carrera y desembarcando al día siguiente en la ciudad de Buenos Aires. LOS AÑOS DE EXILIO: SU CREACIÓN LITERARIA Entre
1875 y 1895, Acevedo Díaz vivió exiliado en la República
Argentina. Su correspondencia con Alberto Palomeque, entre 1880 y 1894, lo mantuvo bien atento con todo lo que ocurría en nuestro país. Seguía con fervorosa atención todos los acontecimientos políticos y a los hombres vinculados con la política los conocía profundamente. Su exilio
comenzó en mayo de 1875, cuando los sucesos derivados de sus artículos
en “La Revista Uruguaya”. En ese
entonces Alberto Palomeque residía en Dolores, ejerciendo su profesión
de abogado. Los éxitos obtenidos en los estrados judiciales lo hizo conocido. Palomeque cuenta que Acevedo Díaz al poco tiempo de llegar era la persona mimada de Dolores. Durante sus 20 años de exilio, Acevedo Díaz fue un hombre culto, gentil, generoso, cautivante en el trato y en el hablar. Lejos de las luchas de su propia tierra, despojado su gesto de durezas y soberbias de que en su actuación política se revestía, mostraba los aspectos más profundos de su personalidad, sus rasgos más hondos. A mediados
de 1880 se produjo en la Provincia de Buenos Aires una revolución
encabezada por el gobernador de la misma, contra el gobierno central de
Nicolás Avellaneda. Palomeque tomó en ella participación
activa, lo que motivó que, vencida la revolución, tuviera
que abandonar Dolores y regresar a Montevideo. En sus años de exilio: escritor en tiempos y lugares en que era imposible vivir de la pluma, cargado de hijos, sin haber terminado la carrera de abogado, debió realizar muchas tareas para aportar recursos para su hogar. Dolores, después de la revolución de 1880 cambió radicalmente entrando en un estado decadente. Procurador,
Acevedo Díaz, trabajó en los primeros tiempos, hasta 1880,
con Palomeque. Luego siguió haciéndolo solo hasta 1887,
año en que dejó Dolores para regresar a Montevideo a dirigir
el diario “La Época”. En 1881 se casó con Concepción Cuevas, joven y hermosa dama de la sociedad doloreña. Pidió su mano al padre de ésta, Miguel Cuevas, en una carta donde le explicaba su carencia de fortuna personal, pero afirmaba su voluntad y capacidad para el trabajo. El matrimonio se celebró tres meses después. Concepción
Cuevas era la mujer que Eduardo Acevedo Díaz necesitaba: “Abnegada
y bella, fuerte y callada. Ella, la silenciosa, le ayudó a criar
a todos sus hijos: los de la entraña y los de la inteligencia.
Fue, por eso, doblemente esposa”, como dijo bellamente Ferdinand
Pontac. Tuvieron seis hijos varones y una hija, Elsa, nacida cuando ya era director de “El Nacional”, ellos fueron los que alegraban su hogar. El incidente en Dolores, a mediados de 1880: Cuando
era soltero y vivía en Dolores, tuvo lugar un incidente caballeresco
con Julio Herrera y Obes. Lo publicado por Herrera y Obes: “Edgardo
el Romántico. Este caballero errante de la prensa nos ha dirigido
ayer la carta que va en seguida. “He
aquí las cartas: “Señor don Edgard el Romántico: “Los latigazos en el rostro se devuelven con un balazo en la frente; déselo usted por pegado de mi mano. A los zonsos de su clase que andan a la pesca de escenario para exhibirse en traje de matón de zarzuela, se les mata con el desprecio: téngase usted por muerto. Julio Herrera y Obes.” Acevedo Díaz recién pudo embarcarse dos días después y cuando llegó a Buenos Aires se encontró con que Calleja había aumentado la distancia, partiendo para Rosario. En Montevideo antes de embarcarse, Acevedo Díaz fue requerido por su amigo de Vedia para que por el momento desistiese de lograr reparación por las armas de quien no estaba dispuesto a darla, contestándole que en cuestiones que afectaban su honor, él era el único juez, reservándose el derecho de hacer el desagravio obligado y justo, y en oportunidad debida, lo que le dictase su conciencia. El incidente
quedó allí, suspendido. En realidad,
Herrera y Obes buscó la intervención la Carlos A. Lerena
más que como padrino, como conciliador, ya que éste, aparte
de ser amigo personal de Acevedo Díaz, había sido uno de
los firmantes de un documento redactado en Montevideo cuando el incidente
de 1880. El documento
debía ser sometido a la aprobación de los interesados. Este documento, evitó el duelo, aunque no puso fin a la rivalidad que desde allí separó a ambos adversarios. Los años de exilio fueron, para Acevedo Díaz, fecundos en creación literaria. Artículos periodísticos, trabajos históricos, discursos destinados a ser leídos en nuestras fechas patrias, relatos cortos, informes sobre la educación, fueron saliendo de su pluma y conformando una copiosa creación literaria. En Dolores escribió la primera de sus novelas, “BRENDA”, que se publicó en forma de folletín y simultáneamente en “La Nación” de Buenos Aires y “La Razón” de Montevideo, desde diciembre de 1885 a febrero del año siguiente. En mayo de 1886 el diario de Bartolomé Mitre editó la novela en forma de libro, obsequiando la edición a su autor. Aunque “BRENDA” recibió críticas y reparos serios, para Rubén Darío fue “deliciosa”. Por
su parte, Acevedo Díaz le tuvo gran afecto a su primera novela. De la edición de “BRENDA” en libro, que constaba de 5000 ejemplares, el autor destinó 250 a Montevideo, 150 a Buenos Aires y se reservó 100 para sí, a fin de obsequiarlos a la prensa de ambas ciudades y a sus amigos predilectos. |
"ISMAEL": su primera novela histórica. |
En 1888 publicó “ISMAEL”, en Buenos Aires, en la imprenta de “La Tribuna Nacional”, diario que dirigía su amigo Agustín de Vedia. Los primeros capítulos los había adelantado en “La Época” de Montevideo, de la que era director, en forma de folletín, desde el 1º de marzo al 1º de junio de 1887. “ISMAEL”, primera de sus novelas históricas, es la obra inicial, según Emir Rodríguez Monegal, de una tetralogía que continuaría con “NATIVA” y “GRITO DE GLORIA”, para continuar veinte años después, con “LANZA Y SABLE”. De “BRENDA”
a “ISMAEL”, separadas en su publicación por menos de
dos años, Eduardo Acevedo Díaz dio un gran giro. Acevedo Díaz fue quizás el primero de nuestros escritores profesionales, escribió muchas veces acuciado por urgencias económicas ciertas, no escribió para llenar ocios. Palomeque cuenta que, amargado por las críticas que recibió de “BRENDA”, Acevedo Díaz le expresó: “Ya que no quieren romanticismo –me decía – van ahora a conocer un nuevo género, distinto al anterior; ahora van a saber de todo lo que es capaz este cerebro” Con
“ISMAEL”, Acevedo Díaz puso la piedra fundamental se
su ciclo épico. Lo que
dice Ibáñez es válido para las cuatro grandes novelas
históricas. No se sabe si las mismas no estaban destinadas a integrarse
con otras de similar magnitud y significación. El 20
de agosto de 1889, Acevedo Díaz le escribió a Palomeque
que dirigía en Montevideo el diario “La Opinión Pública”,
enviándole el primer capítulo de una nueva novela histórica:
“NATIVA”. Nueve días después, volvía a dirigirse a Palomeque diciéndole: “Mi libro quedará listo del 1º al 15 de octubre próx. Tengo mucho gusto en cederlo a “La Opinión”, en las condiciones que indicaré oportunamente…” El 7
de setiembre, en una nueva carta, le comunicó a Palomeque que cedía
la propiedad literaria de la novela a “La Opinión Pública”
y el 18 de ese mismo mes le anunció que la novela se llamaba “NATIVA”. El 25 de noviembre, Acevedo Díaz le escribió a su amigo: “…
Cuando, correspondiente a tu galante pedido, y agradeciendo sin aceptarlas
tus generosas ofertas, te cedí mi última obra para folletín
considerándome con ello muy honrado y complacido, creí que
la insinuación amistosa que mi actitud envolvía sería
tenida en cuenta, siquiera en obsequio de la intención que la inspiraba,
por el viejo y buen amigo. Dos días desués le escribió Palomeque ofreciendo suspender la publicación de la novela. Se sucedieron cartas y telegramas, hasta que se produjo una mediación de Agustín de Vedia, que intercedió a favor de Palomeque cerca de Acevedo Díaz, y éste, el 7 de diciembre, cerró el episodio con esta carta: “Mi
querido Alberto: “NATIVA”, la más autobiográfica de las novelas de Acevedo Díaz fue impresa en libro por Palomeque en la tipografía de “La Obrera Nacional”, donde éste imprimía su diario. En 1892, Acevedo Díaz escribió el que habría de ser su mejor cuento: “EL COMBATE DE LA TAPERA”. La publicación la hizo en el diario “La Tribuna” de Buenos Aires que dirigía Mariano de Vedia, en un doble folletín aparecido el 27 de enero de ese año. El 1º
de julio de 1892, Acevedo Díaz le escribió a Palomeque informándole
que estaba terminando otro libro –el cuarto de su producción,
y su tercera novela histórica-. Se trataba de “GRITO DE GLORIA”,
continuación de “NATIVA”, que dio a conocer en forma
de folletín también en “La Tribuna” de Buenos
Aires, a partir de agosto de 1892 y que apareció en forma de libro
en La Plata, editado por E. Richelet, a mediados de 1893. Al año siguiente, 1894, Acevedo Díaz publicó lo que es, para muchos, la mejor de sus novelas: “SOLEDAD”, editada en Montevideo por Barreiro y Ramos, quien, al mismo tiempo, emprendió la reedición de todas las novelas del autor. “SOLEDAD” no tuvo gran aceptación por la prensa. Acevedo Díaz, en el ejemplar que dedicó a su esposa, dejó constancia de ello: “Pobre Soledad: Es el fruto más indígena de mi suelo nativo, y sin embargo, lo han negado. Verdad que es raro. Es un cuento con fondo de historia, y una historia con fondo de cuento. Mis críticos no lo han entendido. Eduardo. Florencio Varela, Febrero de 1897.” Con
cinco novelas publicadas, Acevedo Díaz se encontraba en su plenitud
de escritor. En carta
a Palomeque de 1º de abril de 1893, le confió: “Por
manera que, como decía, los jefes de prole crecida nos vemos en
el duro caso de ensanchar mercados para dar salida a los productos, aunque
estos productos con ser indígenas no tengan precio fijo, ni siquiera
oscilante en plaza, cosa que acaece comúnmente en estas sociedades
sin mayor pasión artística, a los que nos hacemos la ilusión
de ser productores de algo. Y en
la carta del 4 de mayo de ese mismo año, le decía: Siendo
esta la situación, en 1893 resolvió terminar la carrera
de abogado, rindiendo los últimos exámenes que le faltaban,
pero no llegó a culminarla. SOBRE SU ASPECTO FÍSICO A los veinte años, cuando los tiempos de la revolución de Timoteo Aparicio, lo vemos, tal cual lo pintó Palomeque, como un revolucionario francés de 1789: todo pasión, severo, pálido, delgado, centelleantes los ojos, tendida la larga melena criolla. A los treinta y cinco años, o sea, en la época que estaba escribiendo “ISMAEL”, ya se observa otra serenidad, aunque sus ojos siguen mirando con la misma penetración, con el mismo fulgor. De estatura
algo superior a la media, de torso poderoso y manos y brazos nervudos,
su apostura física denotaba una poderosa aunque controlada fuerza
corporal. Grave, armónico y verdadero, erguido en actitud de tranquilo
desafío, las manos en los bolsillos del abrigo, la capa cayéndole
por los hombros, aun en reposo se advierte la gallarda prestancia de su
figura en la que se destaca la cabeza predominante, clásica, ligeramente
echada hacia atrás y apenas volcada hacia un costado. En fotografías posteriores, tomadas cuando Acevedo Díaz ya había sobrepasado el medio siglo, su figura aparece más pesada, más grave, más sólida. Su famosa chalina ha reemplazado a la antigua capa, su físico se ha hecho más corpulento y su cabeza ha adquirido una altivez señorial en la cual ya se advierte cierto cansancio; y si sus ojos aun reflejan una rara potencia interior y siguen mirando con atención las cosas lejanas, ahora aparecen en cierto modo velados por un halo de melancolía o desengaño. Acevedo Díaz fue un superdotado, intelectual y anímicamente: inteligencia, fabulosa memoria, voluntad, capacidad de observación y captación. Cada uno de los sucesos, de las experiencias que le tocó vivir, los fue incorporando a su memoria en una acumulación ordenada de sensaciones visuales, auditivas, gustativas, olfativas, táctiles. Los paisajes de sus novelas son paisajes que penetraron en él a través de todos los sentidos y cuando los reproduce para el lector, lo hace apelando a todas las manifestaciones sensoriales. De su gran memoria, siempre fue consciente. A los 19 años, en la carta dirigida a sus padres, hablaba de que “el clásico heroísmo de esta patria infortunada, patentizado a mi vista, grabado indeleblemente en ese archivo del tiempo que se llama memoria…” Memoria
prodigiosa que le permitió ver en 1870 la ejecución de un
soldado homicida y narrarla 23 años más tarde en sus menores
detalles, con una magnífica captación de lo esencial, en
uno de sus mejores cuentos: “EL PRIMER SUPLICIO”, el cual
comienza así:
En la década del noventa el Partido Nacional atravesaba el período más crítico de su historia. El Partido Colorado estaba dirigido por Julio Herrera y Obes, primero como Ministro de Gobierno de Tajes, luego como Presidente de la República. Julio
Herrera y Obes centralizó el gobierno en su persona, dispuso del
ejército y de la administración; se erigió en jefe
absoluto de su partido. Acevedo Díaz resumió así la situación del partido blanco: “El partido nacionalista no existía sino de nombre. Todas las fuerzas estaban disgregadas, y una gran parte de ellas más disgregadas: corrompidas.” Fue
en ese momento tan crítico, de desesperanza, que un grupo de jóvenes
blancos comenzaron a actuar, en los primeros meses de 1893, fundando en
Montevideo el “Club Bernardo P. Berro”. La situación
del partido blanco se fue agravando cada vez más, estando dividido
entre “evolucionistas” y “abstencionistas”. “… La juventud nacionalista de Montevideo, doctor Acevedo, se ha fijado en Ud. para que la encamine, para que le trace rumbos desde las columnas de un órgano de publicidad, y nosotros, que hemos escuchado el acento vibrante de sus asambleas en los días últimos, debemos añadir a su palabra colectiva nuestra propia palabra para suplicar al correligionario distinguido se haga cargo de la solicitud y defiera a su pedido, en la persuasión de que habrá contribuido a acompañar uno de los movimientos más generales y simpáticos de reacción nacional que se hayan bosquejado en los anales democráticos de la República.” Este
llamado llegó en momentos muy propicios para Acevedo Díaz,
sentía las amarguras del aislamiento, con el peso de veinte años
de exilio y a pesar de saberse leído, sentía un vacío
que lo rodeaba. Meses atrás, le había escrito a Palomeque: “¿Ha
llegado el momento de que yo pudiera ser útil a nuestra causa y
a nuestros principios con la pluma en la mano, de modo que se aunaran
fuerzas y se formase un núcleo serio de resistencia dentro de un
plan meditado y concreto? “Entiendo
que sin prensa y sin propaganda no hay causa que avance y arrolle; no
hay prestigio que dure; ni hay propósitos que se cumplan; ni hay
fines que se hagan carne; ni hay bandera que no se desluzca y destiña
por más inmaculada que se la crea y más gloriosa que se
la juzgue. Inmediatamente
contestó al llamado de los jóvenes nacionalistas, aceptando. El 27 de marzo de 1895, se creó en el Partido Nacional un Comité de Prensa, presidido por José Romeo y en el que actuaba Luis Ponce de León como Secretario, con el cometido de obtener los recursos necesarios para el nuevo diario. El Directorio
no se oponía a que se trajera a Acevedo Díaz pero no propiciaba
la venida de éste. Eduardo
B. Anaya le escribió a Acevedo Díaz el 10/5/895 diciéndole
que “El Nacional” era propiedad de Lauro V. Rodríguez,
quien lo había financiado con sus recursos, agregando que no era
justo dejar “El Nacional” a un lado. En julio,
arreglados sus asuntos en la Argentina, Acevedo Díaz vino a Montevideo
a hacerse cargo de la dirección del periódico. El Comité
de Prensa le aseguró un sueldo de $150.000 mensuales durante seis
meses, después, todo dependería del éxito del diario. Acevedo Díaz dejó a su familia en La Plata, la que pudo poco visitar, absorbido por sus nuevas tareas. El 18
de julio de 1895, “El Nacional” entró en su segunda
época con Eduardo Acevedo Díaz como Director y Redactor
en jefe y Eduardo B. Anaya como secretario de redacción. El primer editorial de Acevedo Díaz: “Nuestros propósitos. In hoc signo.”, fue un programa y una definición. Allí señaló en forma concisa los principios y los valores a los cuales se iba a ceñir la prédica del diario, marcó una estricta norma de conducta a la cual se ajustó durante los ocho años siguientes: “El
partido nacional no aspira precisamente a apoderarse del gobierno. El
gobierno no es más que un medio y un ejecutor; no es un fin. El
fin es la vida instrumental en su mayor plenitud, la costumbre del derecho,
el hábito invariable de la justicia distributiva, la libertad de
trabajo y del voto en todas sus amplias y nobles manifestaciones, la dignificación
de los partidos por la elevación constante de sus ideales, la recaudación
y la inversión honrada de las rentas públicas, dentro de
un sistema tributario proporcional y equitativo, la prosperidad interna
y el brillo exterior del país por efecto del juego armónico
de todos los intereses y derechos.” Eduardo
Acevedo Díaz, abrió el fuego por todo lo alto, trayendo
un verbo nuevo y a pesar de que “El Nacional” era un diario
pobre, que contaba con rudimentarios medios técnicos, que penas
salía con cuatro páginas de enorme formato y pocos avisos,
su voz comenzó a resonar vibrante en el ámbito del partido
y del país. “sus artículos eran puntas de fuego abrasando las carmes de la situación. Sus artículos eran como estocadas que herían en el pecho al poder elector, poniendo de relieve toda la podredumbre de Dinamarca. Aquel estilo, aquel retórico y musical y pomposo estilo, tuvo las acritudes y las sobriedades y las osadías del estilo de Tácito.” Sobre su voluntad y su entrega, él mismo nos ilustra en carta a su esposa del 26/9/896: “Abrumado
de trabajo. Consagrado completamente a un plan que exige toda mi consagración
exclusiva, esfuerzo supremo al que destino mis últimas energías.” En carta posterior, seis meses después, dirigida a su esposa, decía: “Encuéntrome,
mi querida compañera, en un período serio y delicado de
mi vida, tan llena siempre de contrariedades y de lucha. De los accidentes
del futuro, más o menos graves o trascendentales, depende el éxito
de mis afanes cívicos; y para que ese éxito corresponda
al esfuerzo, que he robado a ti y a nuestros amados hijos, necesito de
todo mi tiempo, de todas mis facultades y de todas mis energías
más potentes.” A partir
de agosto de 1895, empezó a escribir una serie de editoriales acerca
del elenco gubernativo de ese entonces. El 27 de agosto dedicó un editorial a Martín Aguirre, senador desde 1891, y de quien lo separaban viejos y justificados agravios desde 1887, cuando éste, junto con Juan J. Segundo le habían trampeado la elección de diputado por Cerro Largo. Bajo el título “Evolución y podredumbre. Un Marino Faliero en traje de corso”, clavó a fondo su lanceta: “Esta religión del éxito lo absorbe por completo. Gruñidor, alborotador, gritón en las filas del propio partido, es discreto, mesurado, avisador, casi silencioso en las del contrario, en donde se pone al acecho de las oportunidades cuando su opinión y su voto pueden trascender de alguna manera y hacer sentir su presencia en la vida pública.” Al empuje
de su prédica y de su ejemplo, el Partido Nacional se revitalizó,
comenzó a revivir. En carta del 18/12/895 a su esposa, le escribía: “Yo
estoy bien de cuerpo y espíritu.” Eduardo
Acevedo Díaz actúo siempre impulsado por limpios móviles
impersonales, como sólo podía hacerlo quien era y tal se
sentía, un servidor público. “El
Nacional” no odia a nadie. A medida
que iba creciendo se dio entero a la lucha partidaria. La república
se cubrió de clubes nacionalistas que se abrieron a su impulso. Dice Palomeque: “Sus mejores arengas serían aquellas que, escritas en su hogar, se incrustaban en su cerebro, como la masilla, para luego lanzarlas al ávido auditorio. Entonces, sí, su memoria sorprendente y su original manera de decir, cuando ahuecaba la voz se echaba atrás, miraba al cielo, con aire acompasado y tranquilo y señalaba con el dedo al porvenir, producían forzosamente efecto admirable en todos los espíritus y corazones de su generación, hiriendo el sentimiento y levantando las almas al entusiasmo y al delirio.” Hablaba como un profeta. Sus palabras, impulsadas por una magnífica voz grave y sonora, dirigida por el ademán de su brazo derecho, llegaban al corazón de quien lo escuchaba. Desde
“El Nacional”, el escritor hizo un periodismo de alto nivel. Cada uno de sus editoriales marcó un pleno equilibrio entre el vigor de su prosa y la exposición de los conceptos. Palomeque
dice que Acevedo Díaz escribió en su juventud versos y de
los buenos. Se le ha reprochado, sin embargo, el haber puesto pocas ideas en su prédica. El reproche es de Carlos Roxlo, quien dijo: “Tal vez forzó la nota. Puso tal vez más pasiones que ideas en su predicación. Hoy nos parece hueco. Es que así lo exigían las circunstancias. Es que todos, entonces, querían salir de la esfera de los pensares para entrar en la esfera de los haceres.” Acevedo
Díaz, durante el tiempo que desempeñó la dirección
de “El Nacional”, sólo abordó temas de carácter
político e histórico, con algunas incursiones en lo literario.
Los temas económicos y sociales le fueron totalmente ajenos y sólo
en forma esporádica y tangencial entró en estas materias. La política, la historia y la literatura colmaban el marco de sus inquietudes. Leyendo
sus editoriales de “El Nacional” se advierte a lo largo de
ocho años, la permanencia de ciertas ideas madres a las cuales
se mantuvo fiel siempre y de manera rigurosa. Su pensamiento: su máximo postulado: la concepción de la actividad política, y con ella, del gobierno y de los partidos, incluido el suyo, como medio de alcanzar fines trascendentes. En su
primer editorial de “El Nacional”, escribió: Esta idea fue la idea central en torno a la cual giró todo el pensamiento político de Eduardo Acevedo Díaz. Entendió
que en política debe mediar una estricta adecuación entre
los medios y los fines. Por más elevados y trascendentes que sean
estos últimos, aquéllos deben ajustarse a rigurosas consideraciones
de ética. Acevedo Díaz comentó así, desde “El Nacional”, esa actitud: “En
definitiva tan colorado es Camp como Dufort y Alvarez, Pons como Salterain,
Lenzi como Cuñarro, pero no era lo leal. ¿Para qué
exponer al partido al sacrificio del alto concepto de leal que tiene legítimamente
conquistado ante propios o extraños? Firmar compromisos y cumplirlos
sincera y noblemente como corresponde a los que proceden con conciencia
exacta de sus deberes y responsabilidades; o no firmarlos y mantener sin
relatos la libertad de acción para ejercitarla con igual sinceridad
y nobleza en los casos que se ofrezcan.” Acevedo
Díaz sustentó una inconmovible fe en la democracia. Su aspiración máxima fue el sufragio libre, y con él, la pugna electoral franca y abierta que constituía, en su ánimo, un bien por sí misma, con independencia del resultado favorable o desfavorable que, para su partido, pudiera obtenerse. “El Partido Nacional tiene que hacerse mayoría y sacarla prevalerte del sufragio si quiere ser gobierno legal y constitucional de la república, salvo que la fuerza prime el derecho y el derecho se vea en el caso de defenderse a mano armada.” En 1898 criticó acerbamente a Carlos A. Berro, vicepresidente del Directorio, el que fuera emprender una gira política en la cual, iba a influir en la proclamación de candidatos a diputados en varios departamentos en función, no de su prestigio personal, sino valido del poder que le confería el cargo partidario que desempeñaba. En febrero
de 1901 se rehusó a siquiera la candidatura de Pedro Etchegaray
para la presidencia del Senado, en la cual pensaron algunos senadores
blancos, por entender que ésa era una imposición del presidente
Cuestas. Eduardo
Acevedo Díaz profesó una particular concepción de
la disciplina partidaria. En su “Carta Política”, dijo al respecto: “… la disciplina social y, como consecuencia, la disciplina partidaria, se entiende para el respeto y consagración de los rectos principios y de las buenas prácticas, y no para el respeto y la consagración de las malas prácticas y de los principios subversivos; de lo que fluye lógicamente que ninguna autoridad tiene el triste derecho de ir contra su credo y su bandera, ni de arrastrar a tan indignos extremos a los subordinados, sino que, por el contrario, los subordinados tienen el amplio e indiscutible derecho a oponerse a ellos, sin romper por eso la disciplina, pues sólo un ideal siempre respetado y consagrado es el que obliga a una acción cualesquiera conjunta y solidaria a todos y cada uno de los correligionarios.” Combatió
a la “evolución”, o sea, a los elementos pertenecientes
a su propio partido que en tiempos en los cuales el nacionalismo permanecía
en la abstención, concurrían a los actos electorales fraudulentos,
y ocupaban bancas legislativas obtenidas en esas elecciones o desempeñaban
ministerios en los gobiernos electores. “El
Nacional”, dentro de una intransigencia absoluta respecto a los
actos corruptores de esa camarilla, combate la evolución. Sustentó
en todo momento una estricta posición civilista. Afirmó
siempre la subordinación de los elementos de guerra del partido
a la autoridad civil, así como la separación clara de ambas
actividades. En 1898,
en momentos en que el partido se abocaba a la elección de Directorio,
el Cnel. Diego Lamas, firmó un documento de propaganda a favor
de la candidatura de Juan José Herrera para la presidencia del
cuerpo. “Civil
es la tradición del Partido Nacional. Cinco
años después, cuando la elección presidencial de
marzo de 1903, marcó idénticos conceptos. “Según
datos a la prensa por el directorio, el señor Saravia había
echado su espada en la balanza, con la pretensión de inclinarla
a favor de los que, en nuestro concepto, han violado los principios del
partido al proclamar al candidato IMPUESTO, señor Eduardo Mac Eachen. |
Eduardo
Acevedo Díaz junto a José Batlle y Ordoñez |
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¿Cuáles fueron las razones que llevaron a Eduardo Acevedo Díaz a votar a Batlle? En la
elección presidencial de 1903 Batlle tuvo importantes ventajas
sobre los otros candidatos. Mac Eachen sólo veía en ella la forma de complacer a Cuestas y proclamaba no estar dispuesto a dedicar la obtención de la misma “ni un paso ni un peso”. Blanco aspiraba a la presidencia como culminación de una carrera brillante, pero no apasionada. Batlle,
en cambio, pretendía la presidencia con una ambiciosa profundidad:
para él, la presidencia no era una culminación, sino un
punto de partida. Con
relación al Partido Nacional, Batlle logró desde un principio
la adhesión de Acevedo Díaz. A quien lo unían amistad
personal y una sustancial identidad –divisas a un lado- en materias
de ideas políticas. Con
treinta y siete votos en la Asamblea General sobre un total de ochenta,
frente a un Partido Colorado dividido en tres candidaturas y con un Presidente
de la República no acatado unánimemente por los propios
legisladores oficialistas, el Partido Nacional disponía de inmejorables
cartas para influir en la elección del sucesor de Cuestas. Pero
las jugó mal. Lo que
en realidad buscó la dirigencia conservadora nacionalista fue liquidar
definitivamente el pleito interno partidario, erradicando a Acevedo Díaz
del partido. Saravia,
por su parte, en esta ocasión, colmó su lejanía,
su indiferencia. Desde
febrero de 1902, Acevedo Díaz había sostenido que la unidad
del partido –dividido entre acuerdistas y radicales- requería
una renovación que comenzara desde arriba, imponiéndose
la renuncia del Directorio y la no reelección de quienes lo integraban. El alejamiento de Eduardo Acevedo Díaz de “El Nacional”, que tanto había conmovido a los jóvenes, no despertaba emoción alguna en el espíritu de Saravia. Eduardo
Acevedo Díaz, pese al apoyo generoso de la juventud, se negó
a volver a “El Nacional” mientras el partido no le otorgara
un voto de confianza. La división
del nacionalismo cada día era más creciente. Pero sin entrar más en detalles, vamos nuevamente a la pregunta principal: ¿Cuáles fueron las razones que llevaron a Eduardo Acevedo Díaz a votar a Batlle? Ese voto ¿fue un acto de traición hacia su partido? ¿O –y en el fondo, aunque mirada desde distinto ángulo, la motivación, sería la misma- medió una “conversión” de Acevedo Díaz a la ideología de Batlle? Para los nacionalistas, Acevedo Díaz fue un traidor que renegó de su credo y de su partido y consagró el triunfo electoral de su mayor enemigo. Para los batllistas, Acevedo Díaz, ganado por la personalidad y las ideas de Batlle, habría puesto antes que los intereses partidarios, el interés nacional, contribuyendo con su voto al surgimiento de un nuevo estado de cosas. La explicación es más compleja. Está contenida en los numerosos artículos que Acevedo Díaz dedicó al tema “El Nacional” y en las páginas de su “Carta Política”. Resumiendo: Batlle,
dentro del Partido Colorado si bien representaba, una línea popular,
en modo alguno había enunciado un programa de reformas radicales. Acevedo Díaz cuando votó a Batlle lo hizo pensando exclusivamente en lo que él entendía eran los verdaderos intereses del Partido Nacional. Y los hechos demostraron que no se había equivocado. Descartada
la candidatura de Juan C. Blanco, la cual naufragó por su falta
de aceptación en el campo colorado, quedaron solamente las de Batlle
y Mac Eachen. Esta fue una de las preocupaciones que guió a Acevedo Díaz en su voto a Batlle. Acevedo
Díaz desde 1897 hasta 1901 buscó entenderse con Saravia.
El voto
a Batlle fue, finalmente, la consecuencia lógica y necesaria de
su posición frente a los acuerdos electorales. Votar a Mac Eachen
significaba aceptar la situación imperante de equilibrio inestable,
en la cual la paz o la guerra dependían de los entendimientos o
las desinteligencias entre el Presidente de la República y el Caudillo
Blanco. Eduardo
Acevedo Díaz no comprendió que lo que para él era
bueno, no tenía por qué ser bueno y verdadero para los demás.
Bajo esas circunstancias, no tenía sentido su permanencia al frente de “El Nacional”. El 23 de abril se retiró del diario. En su despedida dijo: “He terminado por el momento mi misión en la prensa. “Me retiro sin odios, con fe inquebrantable en mis propias convicciones, por resolución deliberada y espontánea en la mejor armonía con los propietarios y colaboradores del diario, que son siempre mis nobles amigos, y a quienes pongo por testigos de la honradez de mis procederes y del desprendimiento de mi conducta en todos los tiempos. Romper la pluma y dejar a los que conmigo han permanecido por lustros atados a la rueda, es pena bien dura que me impongo. Deben creerlo así aquellos que me guardan rencores implacables por delito de hablar sostenido con independencia mis opiniones, y me niegan la tierra, el agua y el fuego, como al más protervo de los hermanos disidentes…”
En este documento, verdadero testamento político que sorprende por la serenidad con que fue escrito, cerró su actuación pública con estas palabras: “No
se sentirá, estoy seguro, el hueco que dejo en las filas donde
revisté más de treinta y cinco años, en permanente
lucha activa dentro y fuera del país, sin más anhelo que
el triunfo de los principios nobilísimos a que sacrifiqué
toda mi juventud. Al dejar
el país definitivamente para asumir su destino diplomático,
Acevedo Díaz era un hombre desgarrado, mutilado en lo esencial.
Empezaba
una carrera, la diplomática. Ni lo atraía, ni la sentía,
que era extraña a su temperamento, ajena a todo lo que él
había pretendido ser, a todo aquello por lo él había
luchado. Los dieciocho años que separaron su alejamiento del país y su muerte, ocurrida el 18 de junio de 1921, en Buenos Aires, transcurrieron en medio de la pobreza, en la soledad y el silencio. En 1904, cuando aún ni había pasado un año de su alejamiento del país, le escribió a Lauro V. Rodríguez: “La patria y mis amigos estarán siempre en mi corazón. Las amarguras pasadas y los actuales motivos de otras nuevas, no han modificado en lo más mínimo mi modo de sentir y de pensar. He creído que después de desatarse sobre mi cabeza una tempestad de odios, y de alejarme de la tierra nativa, se imponía el silencio para mí en política no sólo como un deber, sino también, como un medio de que mis amigos hallasen más libre el camino para el logro de sus elevados propósitos, en orden a los principios y a la felicidad del país. “En cierta manera me he hecho superior a los desencantos y a los dolores mismos, no viendo en éstos más pruebas continuas impuestas al carácter, si él ha de servir como elemento de estímulo y mejora a la miseria humana”. En varias
ocasiones intentó escribir sobre los sucesos políticos que
había protagonizado, pero nunca pudo pasar de la primera página. En esos
momentos, alejado de la vida política, todo parecía propicio
para reanudar su labor de novelista. En 1907, en tiempos en que se desempeñaba en la Argentina, publicó en Buenos Aires una nueva novela, “MINÉS”, retornó a la línea romántico-folletinesca que había trazado dos décadas atrás con “BRENDA”, cometiendo los mismos errores que en ésta. En 1910, en Roma, reunió en forma de libro varios trabajos de carácter histórico ya publicados antes en diarios y revistas rioplatenses, y los editó con el título de: “Épocas militares en los países del Plata”. En 1914,
impresa en Montevideo, en los talleres gráficos de “El Telégrafo
Marítimo” dio a luz la novela que cerró su ciclo histórico. En el prólogo de “LANZA Y SABLE”, bajo el título “Sin pasión y sin divisa”, dijo: “Es
necesario hacer el relevo de los lustros sombríos sin calculadas
reservas, para que al fin nazcan ante sus ejemplos aleccionadores los
anhelos firmes a la vida de tolerancia, de paz, de justicia y de grandeza
nacional. Aunque
publicada en 1914, “LANZA Y SABLE” fue, seguramente, escrita
varios años antes. En 1916 publicó en Buenos Aires: “EL MITO DEL PLATA”: obra breve, es una brillante reivindicación de Artigas, a quien presenta, como fundador de la nacionalidad oriental. Eduardo Acevedo Díaz, en una pequeña página que escribió poco antes de morir, reflexión íntima no destinada a otros sino a sí, resumió la serena amargura de sus últimos años, diciendo: “De
pronto cayeron piedras alrededor del extraño transeúnte.
Nació
el 20 de abril de 1851. SUS OBRAS Aparte de su gran cantidad de artículos, discursos, conferencias y un apreciable conjunto de obras breves, se destacan: Brenda
- 1886 |
Material Extraído de Colección de Oro del Estudiante - Eduardo Acevedo Díaz – “Soledad” – Obra completa – Resúmenes – Análisis – Biografía- Manuel Montecinos Caro – Impreso en Chile y “Los mejores cuentos” – Selección, prólogo y notas de Pablo Rocca– Ediciones de la Banda Oriental – Montevideo – 1997. Redacción y Recopilación de Datos: Valentina Garcés Campbell. |
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