Eduardo Acevedo Díaz - (1851 - 1921)

Biografía
1ra. parte:

Material Extraído de Colección de Oro del Estudiante - Eduardo Acevedo Díaz – “Soledad” – Obra completa – Resúmenes – Análisis – Biografía- Manuel Montecinos Caro – Impreso en Chile y “Los mejores cuentos” – Selección, prólogo y notas de Pablo Rocca– Ediciones de la Banda Oriental – Montevideo – 1997.
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Eduardo Acevedo Díaz nació el 20 de abril de 1851, en las postrimerías de la Guerra Grande y en la Villa de la Unión. Formó parte del período que va de 1880 a 1882.

Pertenecía a una familia patricia que había optado por la divisa blanca en los orígenes de los bandos que hoy llaman “tradicionales”. Esto le pesó tanto, que aún adolescente se convirtió en guerrillero bajo el mando de Timoteo Aparicio en la Revolución de las Lanzas (1870-1872).
Luego luchó en la fugaz “Revolución Tricolor” contra la dictadura de Lorenzo Latorre (1875); por su oposición al militarismo sufrió un largo exilio en la Argentina (1877- 1896), donde realizó la mayor parte de su obra literaria.
De regreso a Montevideo, participa activamente en la vida política, preparó y luego participó en el alzamiento saravista de 1897. Se destacó como orador fogoso y hábil polemista, realizó periodismo de combate e ideas, escribió relatos y ensayos.
Fundó el periódico “El Nacional” y reorganizó el Partido Blanco.

En las elecciones presidenciales de 1903, junto con una minoría sobre la que tenía influencia, votó por José Batlle y Ordóñez contraviniendo la posición de la mayoría blanca. Rápidamente los díscolos fueron expulsados del Partido Nacional. Aceptó del nuevo gobierno el cargo de embajador en los Estados Unidos. Recorrió el mundo, siendo sus últimas páginas producto de sus viajes, como las que registran una travesía desde Inglaterra hasta Norteamérica.
Esta trayectoria diplomática, ese triste, solitario y final exilio concluiría en Buenos Aires, allí falleció el 18 de junio de 1921. Sus últimos años fueron los más dolorosos y los menos brillantes.
En Buenos Aires descansan sus restos para siempre, de acuerdo con su expresa voluntad en escueto y enigmático testamento.

Fue un gran patriota. Ya sea como periodista, político o escritor se destacó por ser un hombre que anhelaba lo mejor para sus conciudadanos.

Eduardo Acevedo Díaz es el primer narrador uruguayo de jerarquía universal.

RESUMIENDO: Eduardo Acevedo Díaz cultivó el periodismo, la oratoria, la novela.
Era un idealista y quería educar a su pueblo en sus más altos valores.

Según el crítico Zum Felde, para Acevedo Díaz escribir no sólo es narrar una historia, crear personajes ni tampoco sólo penetrar en el alma de una época, sino ir más allá. Para él, el escritor debe ser una especie de guía espiritual de su pueblo; pues “debe renovar los moldes de las grandes encarnaciones típicas de un ideal verdadero”, de un ideal auténticamente patriótico, fundado en el valor espiritual de la tradición, que aliente “las grandes inspiraciones nacionales”, según sus propias palabras.

A Acevedo Díaz le tocó vivir en una etapa literaria de transición entre el Romanticismo y el Naturalismo.
Por eso es posible ver en su obra rasgos de una y otra escuela o tendencia.
Al ser un idealista, tenía fe en los valores supremos del hombre, en especial, del patriotismo.

Acevedo Díaz fue un gran admirador de Víctor Hugo. De él tomó la manera de usar lo histórico en la novela para hacer de ella algo parecido a la epopeya.
Centró su mirada en un personaje símbolo: el gaucho. Para él. El gaucho no es sólo un personaje típico: es el elemento caracterizador.
En sus relatos aparecían: indios, matreros, montoneros, caudillos, estancieros, chinas bravías, negros esclavos y libertos.
Pero en sus novelas aparece una figura relevante: José Gervasio Artigas.

Goic dice: “Sin detenerse en pintoresquismos ni excesos truculentos, la novela de Acevedo Díaz ilustra con propiedad y exactitud el carácter primitivo de las masas que conquistaron la libertad de la Banda Oriental.”

SUS OBRAS:

Eduardo Acevedo Díaz comenzó en la vida literaria con su novela “BRENDA”, publicada en forma de folletín, es decir, en capítulos, en el diario “La Nación”, de Buenos Aires.

Cuando el escritor está en pleno dominio de su arte, comienza a publicar la serie de cuatro novelas históricas que le dieron fama. Ellas fueron: “ISMAEL” (1888), “NATIVA” (1890), “GRITO DE GLORIA” (1893) y “LANZA Y SABLE” (1914).
Las tres primeras tienen como marco histórico la lucha por la independencia.
La cuarta tiene como telón de fondo la guerra política que culminó en guerras civiles.

Enrique Anderson Imbert, crítico argentino, opinó: “Las tres primeras forman un tríptico que es lo que coloca a Acevedo Díaz entre los más enérgicos novelistas de América.”

En general todos los historiadores de la literatura hispanoamericana han elogiado esta magistral creación histórica-novelesca del ilustre creador uruguayo, aunque le objetan sí sus concesiones a su afán de hacer más historia que literatura y ciertas caídas en un estilo declamatorio más propio de la oratoria que la novela.

A parte de las novelas mencionadas anteriormente, destacamos también a “SOLEDAD”, novela breve en la cual se advierten claramente los dotes singulares que poseía Acevedo Díaz como narrador y descriptor.

Todas sus obras, a pesar del tiempo no han perdido atractivo, por ser amenas, vigorosas y transidas de fervor patriótico. Son leídas con agrado y admiración.

MÁS SOBRE LA OBRA DE ACEVEDO DÍAZ:

La sabiduría literaria demostrada en las novelas del ciclo histórico (Ismael, 1888; Nativa, 1890; Grito de gloria, 1893 y Lanza y Sable, 1914) se vincula a su rica experiencia personal y a una ideología que impulsa al afán de construir una nación independiente y republicana.
Las acciones de estas novelas corren entre los últimos tramos de la dominación española y el consiguiente estallido de la revolución artiguista, hacia 1811, hasta la caída de Paysandú a manos de la alianza florista y brasileña (1865).
En estas obras, aparecen personajes extraídos de la historia local, desde Artigas a Oribe y sobre todo Fructuoso Rivera. También se resaltan hombres y mujeres del pueblo.

Algunos comentarios breves sobre determinados cuentos:

En “Sin lápida” el autor narra un acontecimiento estremecedor.

En “La cueva del Tigre”, refiere con firmeza y depurado realismo la letal persecución de Fructuoso Rivera a los charrúas.

“El primer suplicio”, pequeña pieza magistral, cuenta el fin de un soldado rebelde durante la “Revolución de las lanzas” y examina “la masa cruda, indisciplinada, agresiva por hábito, irrespetuosa por inconsciencia”.

“El combate de la tapera”, resulta, una breve epopeya de la resistencia criolla ante la avasallante invasión extranjera.
“El combate de la tapera” el mejor cuento del siglo XIX uruguayo y rioplatense, pero sólo diez años después de su muerte fue publicado en volumen por Claudio García, junto a la novela “Soledad”, con un estudio preliminar de Alberto Lasplaces.
Después del ingreso de Acevedo Díaz en los programas oficiales de Educación Secundaria las ediciones se multiplicaron.

En “La víspera y en la hora del silencio”, Acevedo Díaz refiere un acontecimiento de armas de la revolución del 70, ocurrido en Mansevillagra (o Mansavillagra).

Todos estos relatos se desarrollan casi siempre en Montevideo y sus personajes, excepto los de “Molino del galgo”, pertenecen a la burguesía, alta o media.

Eduardo Acevedo Díaz se ubica entre los mejores cuentistas de América Latina.

2da. parte:

INFORMACIÓN HISTÓRICA Y LITERARIA DE
EDUARDO ACEVEDO DÍAZ

Material Extraído de Eduardo Acevedo Díaz – El caudillo olvidado – SERGIO DEUS – ACALI EDITORIAL – MONTEVIDEO 1978

El 25 de abril de 1903 Eduardo B. Anaya despedía a Eduardo Acevedo Díaz que dos días antes se había alejado de la dirección de “El Nacional”, diciendo: “Pasarán estos días de pasiones embravecidas, de enconos febricientes, de ofuscamientos inconcebibles, y la reacción vendrá y premiará en Eduardo Acevedo Díaz la virtud sin mácula, el talento sin sombras, el esfuerzo gigantesco del luchador de hierro, la obra impersonal del periodista, del tribuno, del soldado, del ciudadano, del partidario. Es cuestión de tiempo.”

En ese momento, las palabras de uno de sus más fieles y leales amigos y colaboradores fueron en vano. No era el momento propicio para apreciar serenamente la personalidad de Eduardo Acevedo Díaz, recién expulsado del Partido Nacional, acusado de traidor y condenado a perderse en el silencio y en el olvido.

Eduardo Acevedo Díaz fue en su vida y en su ejemplo todo lo que proclamaba su compañero y discípulo de “El Nacional”.
Hombre de pensamiento y hombre de acción. Puso al servicio de esa acción y de ese pensar un intelecto brillante y un físico privilegiado. Dotado de una voluntad inflexible apuntalada en una conciencia moral de una rigidez y un rigorismo poco comunes.

Reconocido como escritor, en su época fue leído como casi ningún otro uruguayo lo ha sido en la suya. Los críticos lo han llevado al sitial que se merece: el creador hasta hoy insuperado de la novela histórica en nuestro país.
Alberto Zum Felde, Alberto Lasplaces, Roberto Ibáñez, Arturo Sergio Visca, Emir Rodríguez Monegal, Ángel Rama, todos excelentes críticos, le han dedicado valiosos estudios que han contribuido a situarlo junto a pocos elegidos en la cumbre de las letras nacionales.

Pero fue Francisco Espínola, el escritor que más se ha acercado a la persona y a la obra de Acevedo Díaz.
Refiriéndose al artista que en él hubo, Espínola afirma que Eduardo Acevedo Díaz fue una gloria nacional.

Con respecto a Acevedo Díaz, el político:
Espínola, en su prólogo a “Soledad”, se resignaba a decir que “de los dos aspectos de su personalidad que gravitaron intensamente en nuestra sociabilidad debemos relegar, uno de ellos, el político, a la espera de que la Historia, apreciando sin odio y sin amor un pasado complejísimo y aún hoy candente en el alma colectiva, establezca la justicia que corresponda”.

La vida de nuestro primer novelista, transcurrió entre la literatura y la política. Fue a esta última a la que brindó sus más grandes esfuerzos.
No mezcló ambas actividades. Cuando hizo política, no escribió novelas.
Los años de sus primeras creaciones literarias, desde “Brenda” a “Grito de Gloria” y “Soledad”, fueron años en que Eduardo Acevedo Díaz estuvo alejado de la política, exiliado en la República Argentina.
Sus últimas novelas “Minés” y “Lanza y sable” fueron escritas con posterioridad a su extrañamiento del país, acaecido en 1903.
No hubo, en él, superposición de ambas vocaciones.
Él se concibió a sí mismo como un servidor público, y cumplió incesantemente, como periodista, como escritor, como partidario, como legislador, una tarea de elevada docencia nacional.
Eduardo Acevedo Díaz fue ante todo un pedagogo.
No hizo literatura por la literatura misma, sino que apoyó fervorosamente –como él mismo lo confesó – a “instruir almas y educar muchedumbres.”
Literatura militante, comprometida en la “sociabilidad”, dirigida al pueblo todo, incluidos los más humildes y marginados.
El pueblo oriental es el verdadero protagonista de sus novelas históricas.

Cuando en 1895 volvió al país a hacerse cargo de la dirección de “El Nacional” no vino a hacer literatura política, sino a practicar un duro, acerado, ejemplarizante periodismo combativo.
Se puso de inmediato al servicio de la causa a la cual había sido convocado y se propuso demoler un régimen político corrompido y a recrear la abatida conciencia nacional.

Escribió para ser comprendido por todos, y en especial para la “masa cruda”, a la cual se dirigió –como dice Espínola – “en artículos tan magistralmente realizados que todavía conserva la memoria del gentío, en una inaudita persistencia que no tiene parangón en el historial del periodismo de América; como tampoco lo tiene el poder penetrador de su oratoria, al punto de que, aún hoy, no es cosa sorprendente el escuchar de labios de viejos luchadores, en cualquier pago de la patria, períodos enteros de los discursos con que Acevedo Díaz inflamaba el corazón de las muchedumbres, por única vez hasta entonces atraídas por otra cosa que para la guerra, en las primeras asambleas políticas a campo abierto que tuvieron lugar en el país.”

En 1895 no se negó al llamado de la juventud de su partido, para ponerlo al frente de un diario en Montevideo.
Ese llamado lo convocaba a la lucha para la cual había nacido y de inmediato contestó: “Afectos y deberes sagrados me atan al yunque endulzando las amarguras del aislamiento, y viviendo, como vive, la patria en mi corazón, ustedes me obligan a levantar la cabeza con un llamamiento semejante a un grito de combate.”

El 18 de julio de 1895, a los cuarenta y cuatro años de edad, en plena madurez física e intelectual, Eduardo Acevedo Díaz se hizo cargo de la dirección de “El Nacional”.
Rodeado nada más que por los jóvenes, transformó su diario convirtiéndolo en un arma temible y temida en la lucha política.
No se limitó sólo a la tarea periodística. Organizó en Montevideo y en campaña comités, subió una y otra vez a las tribunas partidarias –tribunas que él mismo iba levantando a lo largo y ancho de toda la República- para despertar con su oratoria en las apagadas fibras nacionalistas el calor del ideal.

Volvió a su tierra nativa, despojado de ambición, más ascético que nunca, lleno de anhelos, dueño de sus facultades, creador, poseedor de su estilo.
Vino a encender duras rebeldías en los espíritus, a hacer y exigir grandes sacrificios.
En pocos meses y gracias a un esfuerzo enorme, se convirtió en el primer caudillo civil de la República.
Eduardo Acevedo Díaz fue, en 1896, lo que más tarde habrían de ser Batlle o Herrera.

“¡Caudillo! –le dijo en su oración fúnebre Constancio C. Vigil-. Fue, pues, uno de los grandes hombres extraordinarios que en un momento dado condensan, definen, realizan las aspiraciones de un pueblo.

“Es preciso haber vivido aquellos días de sus triunfos y de su gloria, cuando su casa era la tienda del guerrero que ha sitiado al enemigo, y su pluma era una espada que al moverse despedía chispas y fuego, y su voz resonaba a cada instante como un clarín que concitaba a la carga, para saber quien era éste, sobre el cual pongo ahora mi dolor y mi amor como un puñado de tierra uruguaya.”

La gran revolución nacionalista de 1897 fue en gran parte fruto de su prédica, de su acción, de su ejemplo.
Sin su obra, la gloria del Partido Nacional no habría sido posible.
Secretario General del ejército nacionalista se batió como simple soldado en Arroyo Blanco, con el mismo tranquilo coraje con que a los 19 años se había batido en el ejército de Timoteo Aparicio, o que, en 1875, lo había llevado a integrar las filas de la Revolución Tricolor.

Desde su caída del poder en 1865, el Partido Nacional adquirió gran pujanza.
Disponía, muerto Diego Lamas en 1898, de dos figuras prestigiosas: Acevedo Díaz, en su plenitud de caudillo civil, en Montevideo; Aparicio Saravia, caudillo militar sin parangón, en Cerro Largo.
Contaba con una organización militar igual o superior a la del gobierno y las multitudes blancas, sintiéndose mayoría, estaban ansiosas en marchar hacia las urnas para llevar al partido nuevamente al poder por la vía del sufragio.

El Partido Colorado estaba llegando a su fin, sin personalidades de relieve, estaba a punto de declinar el mando. Los años de exclusivismo colorado parecían terminarse.
Sin embargo en las elecciones de noviembre de 1904 no ocurrió así.

En el quinquenio transcurrido entre 1898 y 1903 el nacionalismo se despedazó en una lucha sin cuartel en la cual Acevedo Díaz se batió solo contra la dirigencia conservadora partidaria. Y en esa lucha Saravia tomó partido y echó su espada en la balanza a favor de esta última, decidiendo así la suerte de Acevedo Díaz y la suerte del Partido Nacional.
Esta actitud de Saravia fue la que desencadenó el drama que sucedió posteriormente.
A fines de febrero de 1903, Acevedo Díaz fue expulsado del partido.
Pocos días después José Batlle y Ordóñez fue elegido Presidente de la República.
Luego sucedieron los levantamientos armados nacionalistas de marzo de 1903 y de enero de 1904 que culminaron en setiembre de ese último año con la muerte de Saravia y la consiguiente derrota militar blanca.
Un año antes, también en setiembre, Acevedo Díaz se había alejado para siempre del país, en un doloroso exilio diplomático.
Al cabo de 5 años, el Partido Nacional que lo había tenido todo, todo lo había perdido.
El Partido Colorado se había unificado en torno a la persona de Batlle, el cual tenía el prestigio inmenso de haber derrotado a los blancos.

Acevedo Díaz fue una víctima: una generación de nacionalistas lo descalificó considerándolo maldito entre todos los malditos, haciendo pesar sobre su persona, primero, y sobre su memoria, después, responsabilidades en que habían incurrido otros, para los cuales, sin embargo, se levantaban palmas.
Si a Saravia, se le han disimulado sus errores y se le tiene hoy, por un gran héroe partidario, a Acevedo Díaz, en cambio, aparte del reconocimiento como escritor, no se le ha hecho la justicia que como político merece.

En su “Carta Política” - 15 de setiembre de 1903, escrita a modo de testamento antes de abandonar el país, Eduardo Acevedo Díaz dijo: “He puesto mis armas en la panoplia, y ahí quedarán tal vez por lapso indefinido; si quieren ustedes velarlas, mejor, pues bien saben que lo merecen las que como ellas jamás se mojaron en veneno ni hirieron nunca por la espalda.
Estoy convencido de que se esgrimieron con razón y se envainaron con honor. Me lo dice a cada hora la conciencia y confío lo ratifique a través el espacio y del tiempo.”

Este libro aspira a ser un avance hacia esa ratificación que confiaba Acevedo Díaz.
Lorenzo Carnelli, Ferdinand Pontac, Ovidio Fernández Ríos, Luis Torres Ginart y principalmente su hijo Eduardo, también escritor, se ocuparon cada uno en su tiempo, de descorrer los pesados velos que cubren el misterio de su olvido.

La función de este libro no puede ser otra que la de rescatar la verdad del pasado, situando a los hechos y a los hombres en el lugar y en el valor que realmente ocuparon.

Eduardo Acevedo Díaz fue protagonista de una hora crucial en la vida política del país.
En la gestación del Uruguay moderno Acevedo Díaz desempeñó un papel de primerísima magnitud y de su sacrificio, todavía mal comprendido, nacieron las grandes transformaciones políticas operadas después de la revolución de 1904.

Durante los dieciocho años que transcurrieron entre su alejamiento del país y su muerte, Acevedo Díaz calló.

En su “Carta Política” que fue a su vez la expresión de su renunciamiento definitivo y una afirmación intacta de fe en los principios por los cuales combatió toda su vida, dijo: “Me elimino sin odio y sin violencia, dejando libre el paso a las ambiciones grandes y pequeñas, a la vez que una constancia auténtica de que en los actos de la vida política la simple independencia del ciudadano suele valer y poder, más que los gobernantes soberbios y los caudillos audaces, que en este país han creído muchas veces poder repartirse por iguales porciones la soberanía legítima del pueblo y los destinos de la patria.”

Y después el silencio. Nada más que la serena amargura con que sin queja vivió sus últimos años.
“El se olvidó de sí mismo. No dejó escrita una línea que permitiera reconstruir orgánica y totalmente los hechos de su vida pública; ni siquiera citas concretas conducentes a tal fin: fechas, fuentes, referencias fundamentales… Su elevación llegó al extremo de permitirle dar su aprecio y su amistad a algunos de los que votaron su expulsión del partido. Vinieron a él, reconociendo en conciencia su error, sin confesárselo. Nunca les exigió la mortificante explicación reparadora, ni refirió a los suyos el papel desempeñado por ellos en su perjuicio. El que esto escribe lo ha sabido casi cuarenta años después, al investigar los hechos relatados en este libro”, escribía su hijo mayor en 1941.


LOS AÑOS DE FORMACIÓN


Eduardo Acevedo Díaz, hijo de Norberto Acevedo Maturana y Fátima Díaz, nació el 20 de abril de 1851, cuando el país vivía los últimos meses de la Guerra Grande.
Fue bautizado al cumplir los cuatro meses en la parroquia de San Agustín por el cura párroco Domingo Ereño, capellán de los ejércitos de Oribe, con los nombres de Eduardo Inés, siendo padrinos sus tíos maternos Eduardo y Micaela Díaz.

Tuvo entre sus antepasados a seres de singulares relieves, protagonistas de la historia.
Se llega a encontrar entre sus ancestros a compañeros de Francisco Pizarro, a fiscales y oidores de Reales Audiencias, a fundadores de Montevideo, a soldados de nuestras guerras de la Independencia.

Dice Francisco Espínola: “Corría por sus venas pues, sangre de seres poco comunes, cuando no extraordinarios; de los impelidos a una vida intensa, proyectada en la acción o en el pensar, abarcadores de horizontes siempre más amplios que aquel que circunscribe en la mayoría el instintivo egoísmo personal. Escenas desmesuradas y detenidas en el tiempo por el índice de la Historia, personajes de espectacular sugestión, fragores de luchas enconadas, pueblos enteros y culturas deteniendo su destino o arrebatando el ajeno, conciencias empeñadas en discernir justicia, plumas puestas a fijar la perpetuación del pasado o a aleccionar a los hombres en los primeros intentos de proselitismo político por la persuasión, todo esto resuena en el existir de Eduardo Acevedo Díaz niño para seguirle cual cosa eviterna con su rumor, a la manera de la recóndita voz del mar en la concavidad del caracol.”

Sobre su niñez y adolescencia se sabe poco. En uno de sus cuentos, “El Molino del Galgo”, publicado en “El Nacional” en setiembre de 1895, evoca los campos, las quintas, los lugares por los que frecuentó en su niñez.
Leyó: Esquilo, Plutarco, pero sobre todo Homero, leído y releído hasta el infinito, hasta hacer, como él mismo dijera: “una cosecha de entusiasmos y de encelamientos varoniles”.
Los héroes de Homero, sus batallas, sus muertes, sus imágenes, su grandeza trágica, se incorporaron a su espíritu como cosa viva, actuante y permanente.
Homero fue para Acevedo Díaz mucho más que una influencia literaria, que un modelo a seguir.
Cuando a los 19 años le toque ser actor y testigo de la Revolución de las lanzas, esa experiencia le servirá para confrontar a Homero con su propia realidad y constatar las semejanzas.

A parte de la influencia de Homero, recibió la de su abuelo materno, el Gral. Antonio Díaz a cuyo lado vivió, junto con sus padres, hasta el fallecimiento de aquél en 1869.

Hombre de armas y hombre de letras, con una marcada inclinación hacia los estudios históricos, Antonio Díaz intervino activa y decisivamente en la educación de su nieto Eduardo, quien habría de seguir durante toda su vida el ejemplo de su abuelo materno.

La vocación de Acevedo Díaz por las cosas militantes se introdujo, también en sus obras de escritor. Las páginas que dedicó en sus trabajos literarios a describir batallas son memorables. La Batalla de las Piedras en “Ismael”, La Batalla de Sarandí en “Grito de Gloria”, Palmar en “Lanza y Sable”, Ituzaingó, en “Épocas militares de los países del Plata”, aparecen como cuadros vivos de una intensidad, un movimiento y una crudeza insuperables.
El arte del escritor y las excelencias de la documentación que Acevedo Díaz pudo manejar no alcanzan para explicar por sí solos páginas tan logradas.
La particular vocación por los temas épicos le fue inculcada desde la infancia, también por su abuelo materno, de cuyos labios recibió la enseñanza viva de nuestra historia.
Fue decisiva la influencia de Antonio Díaz en la formación del carácter moral de su nieto.

Un suceso que muestra claramente cuáles eran la rigidez y la integridad morales del Gral. Antonio Díaz fue el siguiente: en enero de 1846, desempeñando éste el Ministerio de Guerra y Marina y la jefatura del ejército del litoral y del norte del gobierno del Cerrito, a raíz de la fuga de algunos extranjeros presos en Paysandú y de la derrota del Comandante Vergara, sitiador de Salto, recibió de Oribe la siguiente orden: “Proceda usted a ejecutar a los cabecillas del motín y fuga sean ingleses o franceses.”

Antonio Díaz replicó de inmediato: “Yo, señor presidente, soy ministro de estado y general, con mando de una de las divisiones del ejército a sus órdenes. En tal carácter no eludiré el cumplimiento de ningún acto, cuya solidaridad como ministro creo que puedo y debo compartir dignamente por el propio honor y crédito administrativo de usted, y como general tampoco rehúso, como he rehusado hasta hoy, concurrir a las exigencias de mi puesto como militar pundonoroso; pero de eso a descender a la categoría de verdugo, y de verdugo de personas indefensas, y además, inocentes, hay notable distancia, y no lo haré, porque usted sabe que no lo haré… No daré… cumplimiento a esta disposición. Somos compañeros de muchos años de vida política, y usted sabe cuál ha sido mi conducta. Esta no ha variado, ni se adapta a las circunstancias en que usted quiere colocarme. Creo más: no sería la última vez que nos encontremos en completo desacuerdo.”

En 1869 Eduardo Acevedo Díaz terminó sus estudios de bachillerato ingresando en la Facultad de Derecho.
Una inteligencia clara y precisa, una memoria sorprendente, la galanura de su estilo de escritor, su presencia física seductora y romántica eran, junto con sus antecedentes familiares que lo vinculaban con lazos de parentesco o amistad con lo más granado de la sociedad montevideana, elementos que lo predestinaban a hacer una carrera rápida y luego, a triunfar en el ejercicio de la profesión de abogado.
Pero él no había nacido para permanecer en la quietud de la universidad mientras hechos tremendos conmovían a la república.
El amor a la divisa blanca se le había incrustado sin alternativas en el alma.
Sus años de adolescencia fueron años de la invasión de Flores contra el gobierno de Bernardo P. Berro, la intervención brasileña, la defensa heroica de Paysandú, el asesinato de Leandro Gómez, la derrota del Partido Blanco y la ascensión al poder del Partido Colorado auxiliado por las armas extranjeras.
Los tiempos de la dictadura de Flores (1865-1868) fueron tiempos de muertes y persecuciones de los elementos llamados, despectivamente, “blanquillos”.
En 1868 cuando Acevedo Díaz tenía 17 años, se produjo el fracasado intento revolucionario de Berro que trajo, como secuela, los asesinatos del ex presidente blanco y de Venancio Flores, cometidos ambos, por distintas manos, un mismo 19 de enero.

Desalojados del poder por la fuerza y mediante la intervención de armas extranjeras, perseguidos, expuestos a sufrir duras violencias en sus bienes y en sus personas, los blancos emigraron. Santa Fe, Corrientes, Entre Ríos, albergó a cerca de 25.000 orientales escapados del terror colorado.

En marzo de 1868 fue elegido como séptimo Presidente constitucional de la República el Gral. Lorenzo Batlle. Formó un ministerio en el cual pretendió incluir a todas las tendencias en que se dividía el Partido Colorado, intentando así devolverle la unidad perdida al coloradismo que, a la muerte de Venancio Flores se había fraccionado en pequeños grupos.
Bajo su gobierno el Partido Blanco siguió siendo objeto de persecuciones, sobre todo en campaña.
Los blancos, por su parte, comprendieron que la única forma de volver a la patria, para reconquistar el derecho a vivir en ella en paz, era la de la violencia, la del levantamiento armado.
Las circunstancias se mostraban propicias para la revolución. El partido colorado se encontraba desunido y la autoridad del presidente Lorenzo Batlle tenía efectividad sólo en Montevideo, fuera de la capital mandaban los caudillos locales, cada uno dueño y señor de su departamento.

En mayo de 1868, Máximo Pérez, jefe político de Soriano, se sublevó contra el gobierno que pretendía reemplazarlo; fue reducido por Goyo Suárez y Francisco Caraballo. Un año después, se sublevó este último, siendo sometido por Máximo Pérez.

En febrero de 1868 Timoteo Aparicio, al frente de un grupo de hombres, cruza el río Uruguay desde Concordia, con el propósito de apoderarse de Salto. Fracasó y la expedición tuvo que volver a Entre Ríos.

Al año siguiente se constituyó en Buenos Aires un Comité de Guerra con la finalidad de obtener recursos para la revolución blanca. Este Comité, estaba presidido por Eustaquio Tomé y del cual formaban parte Agustín de Vedia, Francisco García Cortinas, Darío Brito del Pino y Martín Aguirre. No tuvo mucho éxito pues, los hombres de fortuna del partido no quisieron contribuir.
Los exiliados en Argentina continuaron con sus propósitos revolucionarios.
El 4 de marzo de 1870, en el departamento de Concordia, Provincia de Entre Ríos, suscribieron un “Acta de Compromiso” por la cual reconocían como jefe y segundo comandante del “Ejército en Reacción” a los coroneles Timoteo Aparicio e Inocencio Benítez. Al día siguiente, el grupo invasor, con cuarenta hombres, cruzó el río Uruguay a la altura de la barra del Arapey.
Timoteo Aparicio, al pisar tierra dio a conocer una proclama en la cual expuso los motivos y los propósitos del movimiento revolucionario.
Las últimas palabras de dicha proclama fueron:
“Independencia y libertad. Timoteo Aparicio.”

Era ése el comienzo de la “Revolución de las lanzas”, así llamada porque fue la última de nuestras guerras civiles en que se emplearon las armas tradicionales y se combatió en la misma forma en que se había combatido en las épocas de la Patria Vieja.

En agosto de 1870 las fuerzas revolucionarias tomaron la ciudad de Mercedes, el 6 de setiembre.
Timoteo Aparicio puso sitio a Montevideo, seis días después sus fuerzas se reunieron con las de Anacleto Medina y juntos libraron la batalla de Severino contra el ejército del Gral. Goyo Suárez, obteniendo el primer triunfo importante en la campaña.

El movimiento revolucionario contó con el aporte de cierto sector de la intelectualidad del partido blanco. Abdón Aróztegui, volcaría en un libro todas las experiencias recogidas. Agustín de Vedia, Francisco Lavandeira y Francisco Xavier de Acha se incorporaron a las fuerzas de Timoteo Aparicio, provenientes de Buenos Aires y aportando el concurso de una imprenta volante en la cual editaran varias hojas periódicas: “La Revolución”, “El País” y “El Molinillo”.

El 26 de octubre de 1870 el ejército revolucionario compuesto por 5000 hombres, volvió a sitiar Montevideo. De inmediato se pasaron a él muchos jóvenes universitarios blancos, entre ellos Eduardo Acevedo Díaz y su hermano Antonio.
Veinticinco años más tarde, en carta a Aureliano Rodríguez Larreta publicada en “El Nacional” de 22 y 23 de julio de 1902, aquél recordaría con orgullo esta actitud: “A los diecinueve años de edad, siendo estudiante de derecho, abandonando mi carrera y mi porvenir, concurrí como soldado a la gran reacción de 1870. Tú no estabas allí, y pudiste estarlo.”

La incorporación de Acevedo Díaz a las fuerzas revolucionarias se produjo pocos días después del 10 de noviembre, habiéndosele confiado el cargo de “ayudante secretario del fiscal militar”.
Ya como soldado del ejército blanco, le tocó participar, el 29 de noviembre, en el combate de la Unión en el cual una contraofensiva del ejército sitiado a cuyo frente iba el propio Presidente Batlle, “sólo encontró en el primer momento gente suelta, sin organización de ninguna especie, en su mayor parte juventud de Montevideo, que lo recibió dignamente, sin embargo”, como dice Aróztegui.

El sitio de Montevideo duró hasta el 16 de diciembre.
El encuentro entre los dos ejércitos se produjo el 25 de diciembre, en el Sauce, donde se enfrentaron alrededor de 5000 hombres por cada lado, en una batalla muy sangrienta.
Triunfaron las fuerzas coloradas, favorecidas por las características del terreno. El jefe gubernista ordenó el degüello de los revolucionarios heridos.

Seis días después, Eduardo Acevedo Díaz, que había participado en la batalla, seguido con los restos del ejército blanco, se retira a Durazno.

En ese momento les escribe a sus padres:

“Queridos padres:

“¡Cuántas quejas y reconvenciones nos habrán dirigido Uds. por no haberles escrito para sacarles de la ansiedad en que naturalmente han debido encontrarse! ¡Cuántos sucesos!

¡cuántas fatigas y sinsabores! ¡cuánta sangre y cuánto horror!

“La batalla del Sauce no se describe en dos palabras; el clásico heroísmo de esta patria infortunada, patentizado a mi vista; grabado indeleblemente en ese archivo del tiempo que se llama memoria, me ha conmovido profundamente.
“Estoy escribiendo con entusiasmo ese sublime canto de las homéridas; estoy coleccionando todas las impresiones gratas o dolorosas que más de una vez he recogido en este tránsito súbito y terrible de la Unión al Durazno, para hacer de su cómputo un cariñoso recuerdo del hijo pródigo que retorna con el pensamiento, con los ojos del alma, al hogar de la familia querida.
“¡Oh! No olvidaré nunca esos campos funestos donde cayeron heroicos y grandes un millar de orientales.
“No olvidaré los sitios donde mi vida pendió veinte veces de un hilo; donde el desventurado Alejandro Rodríguez murió como bueno, donde el malogrado Alejandro Lenoble cayó espirante, donde tanta juventud sucumbió brillante de orgullo, como un cuadro veterano, proclamando los principios eternos por los que siempre luchó generosa y abnegada; no olvidaré ni aquellos cuadros despedazados cinco veces por la lanza de un caudillo valiente, ni aquella carga a la bayoneta donde nuestras infanterías mostraron arrojo imponderable e impasibilidad sublime.
“A Antonio lo subí a la grupa de mi caballo cuando el enemigo quemaba nuestra valerosa retaguardia; traía tres balazos en el sombrero, y uno en las bombachas; pero nada más.
Su hijo que los ama.”

El 16 de julio de 1871, el ejército blanco se vio enfrentado en una nueva batalla con las fuerzas gubernistas, al mando del Gral. Enrique Castro.
Esta batalla fue en Manantiales, en el departamento de Colonia y en la misma encontró la muerte Anacleto Medina, a los 83 años de edad, cuyo cadáver fue vejado y mutilado por los colorados.

Acevedo Díaz narró así la muerte del viejo caudillo:

“Empeñado en detener el desbande, el general Medina se negó al pedido de sus oficiales de que se apresurara a ponerse a salvo, quedándose en la retaguardia de sus tropas en dispersión. Montaba un caballo de primer orden, considerado como de los mejores del ejército como animal de carrera. En su pertinacia, fue sujetando riendas, mientras la caballería contraria lanzándose a la persecución bajaba a gran galope la cuchilla, cubriendo materialmente el espacio a su frente con una lluvia de “boleadoras”.
“Una de éstas trabó el caballo de Medina cerca de las puntas de una cañada que había a espaldas de la casa de Suffren, convertida en centro de la línea. Cuando esto sucedió, el general se encontraba ya rezagado y solo. Su ceguera senil, que hacía más completa lo sombrío de aquella tarde cruda de invierno, contribuyó a su perplejidad para tomar rumbo seguro en trance tan supremo. Liado a su caballo, en el acto se arremolinó en su derredor gran número de lanceros enemigos, en imponente tropel, derribándolo con heridas mortales. De ese grupo se alzaban furiosos voceríos.
“Desde la zona del centro, pudimos contemplar claramente el episodio.
“El general Medina fue sepultado a medio cuerpo, después de haber sido mutilado y desollado de una manera minuciosa y concienzuda.”

Aunque derrotada en el Sauce y en Manantiales, la revolución no estaba vencida. Sus fuerzas se rehacían con nuevas incorporaciones.

Las gestiones de paz se iniciaron en los primeros meses de 1871 para culminar, más de un año después, cuando ya Lorenzo Batlle había resignado el mando en Tomás Gomensoro.

Fue el 1º de marzo de 1872 cuando Lorenzo Batlle dejó la presidencia de la República, la que fue confiada a Tomás Gomensoro, Presidente del Senado.

El 6 de abril se firmó el convenio de paz entre el gobierno y los jefes revolucionarios.

Con la Paz de Abril, en la que se estableció que “todos los orientales renuncian a la lucha armada y someten sus respectivas aspiraciones a la decisión del país, consultado con arreglo a su Constitución y a sus leyes reglamentarias, por medio de las elecciones a que se está en el caso de proceder para la renovación de los poderes públicos”, se inauguró en nuestra historia la llamada política de “co-participación”, la que se hizo efectiva por el otorgamiento de cuatro jefaturas políticas – San José, Canelones, Florida y Cerro Largo- al Partido Blanco.

La “Revolución de las lanzas” fue un movimiento popular y campesino llevado cabo por el sector caudillesco del Partido Blanco. La participación en ella de elementos de ciudad de filiación principista, caso de Agustín de Vedia y Francisco Lavandeira, fue una inserción artificial que no resistió mucho tiempo el cortejo con la crudeza de los hechos y la rudeza y el primitivismo de los hombres que enarbolaban la divisa blanca.
En marzo de 1871 se produjo la interrupción de “La Revolución”.
Esto provocó una sustancial divergencia de propósitos entre los principistas blancos de extracción ciudadana y universitaria, y los caudillos.
Hombres acostumbrados a la rudeza brutal de las faenas del campo, habituados a dar y a contemplar la muerte, caudillos y lanceros aceptaban y practicaban la violencia como algo natural. Era su forma de hacer la guerra.

Había entre doctores y caudillos, entre principistas y lanceros, una abismal diferencia de propósitos, de medios y de fines.
Y ello tenía que provocar un rompimiento entre ambos.

Para de Vedia la revolución fracasó pues fue incapaz de generar “la solución fraternal y conciliadora, trayendo a los elementos divididos de la nacionalidad a ejercitar su actividad en el campo fecundo de la democracia.”

Para Timoteo Aparicio, y para “la masa cruda” que lo seguía, la revolución terminó con el triunfo representado por la posesión efectiva por parte de su partido, de cuatro departamentos, es decir, de una porción de la patria. Ahora los blancos tendrían sus departamentos y el caudillo dedicaría todas sus energías a conservar y guardar sus departamentos, los cuales se han transformado en su espíritu, en fines en sí mismos, por importar la reconquista de una parte del territorio nacional.

Tres años después de la Paz de Abril, Timoteo Aparicio no acompañará a la “Revolución Tricolor” y llegará al extremo de luchar junto al ejército colorado contra las fuerzas revolucionarias, porque el gobierno, en la Convención de Paz del 17 de enero de 1875, le aseguró la integridad de sus departamentos.

Eduardo Acevedo Díaz aunque ciudadano universitario y principista por origen y formación, marcó una línea distinta a la trazada por Vedia y Lavandeira. Su integración en el ejército revolucionario fue más profunda que la de éstos.
Acevedo Díaz, si bien colaboró con su pluma en los periódicos revolucionarios, se integró en otra forma en el ejército blanco.
Fue, ante todo, un soldado, cosa que no fueron Vedia ni Lavandeira.
Con los otros soldados convivió en los campamentos, compartió miserias y los peligros de la guerra. Ese compartir lo llevó a sentir una gran ternura por ellos.

Una hermosa página de Acevedo Díaz, “La víspera y en la hora del silencio”, publicadas en “El Siglo” el 23 de junio de 1871, da testimonio a esos sentimientos:

“…El campamento de un ejército revolucionario es el admirable conjunto de donde fluyen las corrientes del bien y del mal; allí se fusionan las esperanzas purísimas brotadas de las impresiones solemnes, los sentimientos grandes y las ambiciones mezquinas, las aspiraciones santas y los ideales profundos. Lo grande y lo pequeño, lo pérfido y lo laudable, hundiéndose con estrépito en la víspera solemne del combate, en esa fragua devoradora del progreso violento que somete las almas a su influjo; los corazones todos a un indefinido ardor. ¡Qué hora imponente, qué momento de sublime meditación!
“El clarín hace resonar en medio de la soledad de la noche la nota prolongada del silencio, y en la inmensidad del desierto va a encontrar una repetición lúgubre y triste como eco perdido de una historia dolorosa. Los rumores extraños cesan de repente, apáganse lentamente las antorchas del festín revolucionario, las voces se amortiguan, y de cuando en cuando tan sólo el relincho de los potros turba la calma de la noche…
“Duermen tendidos sobre los campos seis mil combatientes y duermen con el sueño de sus ambiciones sombrías, de sus glorias excelsas, de sus esperanzas sublimes…
“Miradlos: duermen sobre la yerba de los campos, serenos y tranquilos con la calma del valiente, con la sonrisa amarga del que mucho ha sufrido y mucho ha esperado… La espada al costado, la lanza en la cabecera, el fusil al brazo, la mano bajo la cabeza tan llena de fiebre, tan fogosa y delirante!
“No hay duda es la raza de Artigas, la raza que sucumbiera heroica en los valles del Catalán y renaciera soberbia en el Sarandí.
“… Del inmenso centro de esos héroes dormidos resalta una tienda europea que se eleva en medio de espesas sombras disipadas apenas vagamente por los resplandores rojizos de un fogón. Al lado de esa tienda, clavada en tierra una lanza, deja flotar los pliegues de su bandera en las auras de la noche y esa es la más terrible lanza de las orientales caballerías. Yo he visto entrar en combate esa banderola celeste y pura como los cielos de la patria; la he visto volver roja como el infierno del pasado, destilando sangre ante la vista extraviada e iracunda del tremendo lanceador.
“Todo es tinieblas, silencio, soledad; seis mil orientales ayer pastores de las cuchillas, hoy soldados del porvenir, diremos, duermen como aquellos antiguos galos que descansaban su cabeza sobre el hacha del combate, conservando en su corazón el fuego sagrado de la patria y en su alma el esplendor de la gloria…”

Terminada la guerra civil, el sector principista blanco se abocó a la tarea de reorganizar el partido y fundó un diario: “La Democracia” bajo la dirección de Alfredo Vásquez Acevedo, el 1º de junio de 1872.
Seis días después se fundó el “Club Nacional”, cuyo programa de principios redactado por Agustín de Vedia, entre otras cosas decía:

“El Club Nacional obedece a una aspiración del patrimonio oriental que ha tenido sus manifestaciones gloriosas, sin que los grandes principios en que se funda hayan llegado a realizarse aun en toda su amplitud; no condena ni glorifica los partidos del pasado; no se considera ligado en su marcha a los hechos en que aquella aspiración haya sido contrariada o desconocida, y condena todo esfuerzo que tienda a la organización o perpetuación de partidos o bandos personales, de partidos exclusivistas o tiránicos que renovarían las calamidades de otras épocas, poniendo en peligro las conquistas a caro precio alcanzadas, a favor de la libertad y del orden.”

El 13 de junio de 1872, Eduardo Acevedo Díaz llegó a Montevideo.

Alberto Palomeque, que lo conoció en la Universidad y que luego sería su gran amigo durante veinte años, lo describe así:

“Usaba, entonces, una melena criolla y unos cuellos altos muy abiertos. Su voz ronca y su actitud altanera, me impusieron. Mi espíritu quedó cautivado ante aquella figura romántica por excelencia en la que veía al hombre del futuro, capaz de afrontar las mayores responsabilidades. No tenía esa altanería juvenil surgente de la infatuación de quien recién nutre su cerebro y ya se cree un intelectual de primera magnitud. No: su altanería física no era el resultado de su soberbia ideal. Era un exterior natural, heredado, puede decirse… Como era de esperarse, en su exterior revelaba la soberbia de la juventud que había realizado hazañas, corrido aventuras, sufrido hambre y sed por sus ideas y por sus hermanos… Traía en su mente un tesoro de observaciones recogidas durante esas travesías revolucionarias. Había conocido la grandeza del paisaje, sus hombres, sus costumbres, sus dolores, sus tristezas, sus alegrías y miserias… Acevedo Díaz era otra cosa: él ya era un héroe, diré así. El venía de la guerra. Era un hombre hecho. Tenía autoridad y valor. Un soldado siempre puede afrontar situaciones con ánimo resuelto. Había pasado por la prueba del agua y del fuego…”

Apenas cumplidos los veintiún años, Acevedo Díaz, retornaba a Montevideo con un inmenso prestigio.
Había servido casi veinte meses en el ejército revolucionario y había ganado en buena ley las insignias de teniente. Había participado en las batallas más notables de la campaña y demostrado sus condiciones de escritor, dando testimonio de las mismas. Traía consigo un mundo de experiencias vividas que le proporcionaba una gran confianza personal y que lo situaba por encima del resto de la juventud universitaria que había permanecido en Montevideo durante la contienda.
A pesar de sus pocos años era ya un líder y fue elegido presidente al organizarse el club nacionalista “Juventud”.
El club comenzó a publicar un diario, “La República”, que adhería a la orientación principista del “Club Nacional”.
Aparte de esas actividades, Acevedo Díaz militó en el “Club universitario”, siendo uno de los firmantes de la “Profesión de Fe Racionalista”, publicada en julio de 1872.
En ese documento, que significó una reacción contra la tradición católica imperante en los medios universitarios y que mereció que los firmantes fueran anatematizados en una pastoral del vicario Jacinto Vera, se decía:

“Profesamos la existencia de un solo Dios, Ser Supremo, creador y legislador del Universo, única fuente de razón de todo lo que existe; esencia de bien, de justicia, de amor, de razón y de belleza; ser inmutable; soberana y perfectísima inteligencia; luz de todas las luces; suma unidad, suprema armonía.
“Profesamos la inmortalidad del alma, la existencia más allá del sepulcro, necesaria al cumplimiento de la justicia divina; a la más justa, a la más eficaz y perfectísima sanción a las leyes de Dios; necesaria satisfacción de las facultades del hombre, de los deseos infinitos del corazón, de las divinas aspiraciones del alma sedienta de verdad, de bien y de belleza; fortaleza de la esperanza; amparo celeste de los que sufren persecuciones y castigos; por la predicación de la verdad, por la realización del bien y de la justicia; abrigo consolador de la inocencia calumniada y prenda segura de comunicación universal en el regazo espiritual de Dios.”

En setiembre de ese año, Acevedo Díaz leyó en el “Club Universitario” un trabajo sobre “La Diosa Razón y el Racionalismo”, como respuesta al anatema del vicario Vera.
En ese mismo año publicó otros escritos de la misma orientación: “La mujer uruguaya y su educación religiosa” y “Conceptos sobre religión”. En el segundo de ellos, expuso su pensamiento con directa crudeza:

“Antes de emprender esa gloriosa marcha hacia el futuro, para la conquista del ideal respirable, la juventud emancipada tiene que llenar otra misión, la misión de concluir al desprestigio del Papado, en pie todavía sobre los ensangrentados escombros de la intolerancia, de arrancar su sacerdocio inicuo a los que anatematizan la sacrosanta libertad y degradan la más sublime concepción humana; de descorrer el velo tenebroso con que la Iglesia Católica cubre su gangrena; de contar una a una, en el templo de los suplicios pasados, las gotas de sangre destinadas a aplacar los manes vengadores; de invocar los legados memorables, que los mártires como poemas entonaron en vida, y de condenar a esa religión, a esa Iglesia, que no es madre sino déspota, a escuchar eternamente los lamentos de esos mártires bajo la diestra armada del verdugo.
“…Es necesario arrancar al clero el tutelaje oprobioso que ejerce sobre las almas; es necesario fulminar con el rayo de la verdad a ese carcomido coloso de la mentira.
“Socavaremos su cimiento. Su cimiento es el fanatismo y su vida, el calor ficticio del delirio.”

Arturo Ardao ha demostrado documentalmente que Acevedo Díaz, después de ese apasionado pasaje por el racionalismo derivó posteriormente hacia el positivismo, reconociendo en esto, la influencia de Ángel Floro Costa.
Sus novelas desde “Ismael” a “Lanza y Sable” están impregnadas de positivismo, en las cuales se ve que el sociólogo pretende sustituir al novelista.

De los párrafos anteriormente transcriptos lo que se saca en conclusión es su posición filosófica no católica y fuertemente anticlerical.
Esa posición, que aparece en él, a los veinte años de edad, se va a mantener hasta el final de sus días, por más que en sus escritos rara vez encare esos temas.
Pero por más que en sus novelas aparezca en gran medida como un agnóstico, no deja de ser cierto que siempre mantuvo su creencia en un Ser Supremo.
En editorial de “El Nacional” de 21 de febrero de 1903, es decir, en momentos críticos de su vida política, escribió:

“Pero téngase entendido que, ni el directorio, ni la convención, ni la voluntad del caudillo, serán parte a modificar en lo más mínimo nuestra línea de conducta porque nuestros actos como legisladores, sólo debemos cuenta a nuestra conciencia y a Dios”.

En ese tiempo, Eduardo Acevedo Díaz sin abandonar su actividad política e intelectual, reanudó sus estudios de abogacía.

“La República” dejó de aparecer en junio de 1873 y casi de inmediato Acevedo Díaz se incorporó a la redacción de “La Democracia”, dirigida desde el 20 de noviembre del año anterior por Agustín de Vedia por alejamiento de Vásquez Acevedo.

Su colaboración en el diario nacionalista, en la cual utilizó el seudónimo “Oliverio el Gamo” se prolongó hasta el 21 de enero de 1874, en que junto con de Vedia se retiró aduciendo discrepancias con la orientación partidaria.

El 27 de marzo de 1873 murió su madre, Fátima Díaz.
Mujer de gran belleza y señorial presencia, dulce, fuerte y callada, anticipo de lo que habría de ser su esposa Concepción Cuevas, ejerció una gran influencia sobre todos sus hijos, especialmente sobre Eduardo.
Para éste, la muerte de su madre fue una pérdida irreparable como lo había sido la de su abuelo Antonio Díaz. A partir de entonces los vínculos que lo ligaban a su hogar se debilitaron.

En los años que siguieron a la Paz de Abril el país vivió una situación semejante a la que había vivido al término de la Guerra Grande. La situación económica y financiera era angustiosa.

Las clases cultas adjudicaban la situación a la acción perniciosa de los caudillos y a la influencia nefasta de las divisas tradicionales.
Para las clases altas y para la juventud universitaria, el país marchaba hacia la destrucción.
La juventud universitaria montevideana, de formación racionalista y liberal, creyó que el país podría reencauzarse a través del respeto a la Constitución, la efectividad de las garantías individuales y la realización del sufragio libre.
Filosóficamente racionalistas, afiliados al liberalismo en política y en economía, esos jóvenes protagonizaban la llamada “reacción principista” que los enfrentó con los sectores caudillescos y tradicionalistas de los dos grandes partidos.
Un sector de la juventud principista, llevando sus ideas a sus últimas consecuencias, entendió que el camino de esa renovación estaba en la fundación de un nuevo partido, dotado de un programa liberal y que no mantuviera vínculo alguno con la tradición, fuente de odios y productora de guerras civiles.
Este partido, formado por elementos pertenecientes a ambos partidos tradicionales, fue el Partido Radical.
José Pedro Varela, con 27 años de edad, fue la figura más significativa.
Junto a él: Miguel Herrera y Obes, Carlos Ma. Ramírez, Eduardo Brito del Pino y Aureliano Rodríguez Larreta, ninguno de los cuales llegaba a los 30 años de edad.

“El Club Nacional”, como lo vimos anteriormente, organizado bajo la dirección de Agustín de Vedia y Francisco Lavandeira, significó algo más que un cambio de nombre al viejo Partido Blanco.

El principismo colorado, por su parte, se organizó en el “Club Libertad”, teniendo como figuras principales a José Pedro Ramírez y Julio Herrera y Obes.

Con las elecciones de noviembre de 1872, realizadas bajo los términos de la Paz de Abril, el Partido Radical no concurrió por considerar que no había garantías suficientes e ingresaron a las Cámaras las principales figuras del principismo blanco y colorado, con la particularidad que los blancos triunfaron en los departamentos controlados por jefes políticos de su partido, mientras que los colorados triunfaron en el resto del país.

El 1º de marzo de 1873 las cámaras recién instaladas eligieron Presidente de la República a José E. Ellauri.
En la elección, los principistas dieron sus votos a José Ma. Muñoz, mientras que los colorados caudillescos, o “netos” apoyaron a Tomás Gomensoro. Éste, era el candidato natural. Como se necesitaba la mayoría absoluta y ninguno de los candidatos podía llegar a ella, los colorados “netos” dieron sus votos a Ellauri.
Ellauri estaba más cerca de los principistas que de los “netos”. Dos veces renunció al alto cargo, terminando por aceptar forzado por la presión ejercida por el ejército, encabezado por el Cnel. Latorre, que le exigió el retiro de la renuncia.
Ésta era la primera vez en que el ejército intervenía por su propia iniciativa en política. No puede desconocerse que detrás de él estaban las “fuerzas vivas” del país. Las clases altas aspiraban a un gobierno fuerte que impusiera el orden y asegurara el respeto a la propiedad privada.

La lucha entre principistas y “netos” se prolongó durante 1873 y 1874. Ellauri como presidente, a pesar suyo y sin vocación para el cargo, no fue el hombre indicado para un país con una situación económica en crisis y en el cual las clases altas clamaban por un gobierno fuerte que impusiera el orden.

El 1º de enero de 1875 debían realizarse en todo el país las elecciones de Alcaldes Ordinarios y Defensores de Menores.
En Montevideo se presentaron dos listas: la principista, denominada “Popular” que llevaba como candidatos a José Pedro Varela y Adolfo Artagaveitia, y la “neta” o candombera a Francisco de Tezanos y Plácido Ellauri.
Cuando el acto eleccionario se iba cumpliendo y se tenía por seguro el triunfo principista se produjeron desórdenes en los cuales fue herido de bala por Alfredo Castellanos, el comandante Francisco Belén. Por causa de esos incidentes la elección fue suspendida hasta el 10 de enero.

Ese día se volvió a realizar la elección en el Atrio de la Iglesia Matriz y cuando nuevamente iba a obtener la victoria la lista principista se produjo una agresión armada del sector candombero dirigida por Isaac de Tezanos. Hubo gran tiroteo y el combate duró alrededor de veinte minutos. El orden se restauró por la intervención de Lorenzo Latorre al mando de dos regimientos.
Allí hubo 53 heridos y murieron. Francisco Lavandeira, Ramón Márquez, Segundo Tajes, Isaac Villegas Zúñiga, Antonio Gradin, Antonio Santos, Juan Risso, Ricardo Martínez, Juan Ledesma, Eugenio Soto y Juan Ríos.

Eduardo Acevedo Díaz tuvo participación activa en los sucesos actuando como jefe del grupo integrado por Gonzalo Ramírez y otros en la esquina de las calles de Rincón e Ituzaingó, frente al “Club Inglés”, donde se batió como un león.

El presidente Ellauri, indeciso y vacilante, días después pronunció palabras sobre lo ocurrido. Se esperaba de él una investigación honesta de los hechos, pero al atribuirle la culpa a los dos bandos se enardecieron más las pasiones.

El 14 de enero renunciaron tres ministros de Ellauri: Saturnino Álvarez, Gregorio Pérez Gomar y Pedro Bustamante.
En la madrugada del 15 de enero Lorenzo Latorre asumió el mando de las fuerzas militares de Montevideo y marchó sobre la Plaza Constitución donde estableció su campamento y dispuso la ocupación de los principales edificios públicos, entre ellos, el Fuerte y el Cabildo.

Producido el motín militar, el presidente Ellauri se refugió en un barco brasileño surto en el puerto.
Los hombres del principismo, producido el golpe militar se acercaron a Ellauri y a través de José P. Ramírez y Julio Herrera y Obes, le ofrecieron su apoyo y le aconsejaron transportarse a Colonia o a otro departamento para construir un núcleo de resistencia.

Al mismo tiempo en Florida, los jefes políticos blancos de San José, Canelones y Florida se pusieron a los órdenes de Timoteo Aparicio, dispuestos a sostener por las armas al gobierno constitucional de Ellauri.
El mismo 15 de enero, los jefes militares, designaron a Pedro Varela Gobernador Provisorio.
De inmediato, y a efectos de conjurar el peligro de un levantamiento blanco, el Gobierno de Varela despachó una comisión integrada por Isaac de Tezanos y Lorenzo Latorre, Ministros de Gobierno y de Guerra, respectivamente, y por los coroneles Manuel Caraballo, Gervasio Bargueño y Manuel Pagola para que concurriera a Florida a tratar con el caudillo blanco.

El 19 de enero los delegados del gobierno y los jefes nacionalistas suscribieron una Convención de Paz en la cual, “en mérito de la renuncia que implícitamente se desprende del silencio del Presidente Constitucional de la República, doctor don José Ellauri y del retraimiento en que se mantiene sin defender ni solicitar que se defienda su autoridad de tal”, se acordó la realización de las elecciones generales para noviembre de 1875 y la provisión de las Jefaturas Políticas de San José, Florida, Canelones y Cerro Largo con ciudadanos pertenecientes al Partido Nacional.

Timoteo Aparicio marchó a Montevideo a ser agasajado por el gobierno. Al llegar, visitó al Gobernador Provisorio y al día siguiente concurrió a un Te-Deum en la Catedral y asistió desde los balcones del Cabildo a un desfile militar. Luego, le fue ofrecido un banquete en su honor en casa del diputado blanco Nicasio del Castillo al cual concurrió el nuevo Ministro de Hacienda y Relaciones Exteriores José C. Bustamante.
Una semana después, la Comisión Permanente otorgó la venia al Ejecutivo para ascenderlo al grado de Coronel Mayor, equivalente al de General.
Esta actitud de Timoteo Aparicio significó al par que su captación por el régimen dictatorial naciente, su ruptura definitiva con el sector principista blanco.

Pedro Varela integró su ministerio con hombres como: Isaac de Tezanos, de participación decisiva en los sucesos que llevaron al golpe de Estado, en el Ministerio de Gobierno; José C. Bustamante, en Relaciones Exteriores y Hacienda; Lorenzo Latorre, en Guerra y Marina, Francisco Bauzá, ocupó la Secretaría de la Presidencia.
El 24 de febrero de 1875 Isacc de Tezanos, desterró a La Habana, en la famosa barca “Puig” al mando del capitán Courtín, a los principales opositores: Agustín de Vedia, Juan José Herrera, Aureliano Rodríguez Larreta, José Pedro y Octavio Ramírez, Julio Herrera y Obes, Juan Ramón Gómez, los cuatro hijos de Flores: Segundo, Fortunato, Eduardo y Ricardo; Carlos Gurméndez, Osvaldo Rodríguez, Anselmo Dupont y Cándido Robido.

El destierro de los principiantes conmovió profundamente el espíritu de Eduardo Acevedo Díaz.

“Más tarde –diría años después dirigiéndose a Aureliano Rodríguez Larreta – ocurrida la caída del gobierno constitucional del doctor Ellauri, y cometida la enorme iniquidad de tu deportación a La Habana en la barca “Puig” con catorce ciudadanos más, no pude contemplar impasible semejante atentado, y en tanto tú con ellos, montados en las olas, hacías un viaje casi dantesco, yo escribí una hoja revolucionaria titulada “¡Arriba corazón! que me ayudó a repartir personalmente el valeroso correligionario doctor Alberto Palomeque, en altas horas de una de las noches lúgubres con que se inició en año terrible.”

El hecho le valió a Acevedo Díaz tres días de prisión en la capilla del Cabildo, y aunque se pensó en pasarlo por las armas, se le puso en libertad por no haberse encontrado el documento original en un allanamiento practicado en su domicilio.

Libre, Eduardo Acevedo Díaz reanudó su lucha contra el régimen, lo cual le era muy difícil.
En esos tiempos Alberto Palomeque, llegado de Buenos Aires, se había instalado con Agustín de Vedia. Deportado éste, Acevedo Díaz se presentó al estudio de Palomeque, asociándose ambos. Estudio sin pleitos, se convirtió de inmediato en la redacción de “La Revista Uruguaya”, semanario de carácter científico y literario fundado por Palomeque el 3 de enero de 1875.
Revista de intención no política, cuya redacción estaba integrada por Agustín de Vedia, José Román Mendoza, Francisco Bauzá, Enrique Azarosa, Juan C. Roldós, Mariano Pereira Núñez y Alcides de María, cambió radicalmente su orientación con la incorporación de Acevedo Díaz y se convirtió en una hoja subversiva.

Acevedo Díaz comenzó a colaborar en la revista con trabajos de carácter histórico, pero debido a la situación que imperaba en ese momento comenzó a escribir artículos con clara intención política: “El desterrado” (dedicado, aunque sin nombrarlo a Agustín de Vedia), “La última palabra del proscripto” (un ataque a la indiferencia popular frente a los atropellos de la dictadura), donde reprochaba al pueblo “que tenía miedo de respirar, y que había perdido hasta el sentimiento de la dignidad.”
Este artículo provocó que el gobierno se borrara de la suscripción de la revista y de esta manera Acevedo Díaz publicó un artículo mucho más directo y violento: “La noble indignación de Isaac de Tezanos”, dedicado al Ministro de Gobierno, responsable de la medida.
En este artículo, Acevedo Díaz terminó diciendo “Ya verán quien es el hijo de mi madre, dijo Isaac y se marchó con la música a otra parte.”
Palomeque dice que ese fue un ataque brutal y una de las peores y más crueles frases que Acevedo Díaz escribió en su vida.
Se produjo un aumento en el lenguaje y la agresividad de la revista, único órgano de prensa que atacaba al gobierno.
No faltaban voces que aconsejaban prudencia y moderación.
Las palabras de Acevedo Díaz fueron las siguientes: “Lea quien quiera mis artículos –y júzguese como se quiera el móvil que los dicta. Escribo para ciudadanos viriles. Para los cobardes, los pusilánimes y los imbéciles, tengo en mi espíritu una buena dosis de desprecio.”

A la semana siguiente, fue la culminación. Bajo la firma “Oliverio el Gamo”, Acevedo Díaz dedicó un artículo al Gobernador Provisorio, titulado: “El himno nacional y D. Pedro Varela”, que se cerraba con este dístico de la canción patria: “Si enemigos, la lanza de Marte, si tiranos, de Bruto el puñal.”

El gobierno reaccionó de inmediato y encarceló en el Cabildo a Acevedo Díaz, Palomeque y Juan C. Roldós. Allí estuvieron 19 días encerrados en un calabozo, sin ponerlos a disposición de la justicia.

El 29 de mayo de 1875 Acevedo Díaz y Palomeque fueron desterrados a Buenos Aires.

En la capital de Argentina, Acevedo Díaz entró en contacto con el comité revolucionario dirigido por el Dr. José Ma. Muñoz y, al poco tiempo, desempeñando una función que le confiara el comité, volvió a Montevideo, pero delatado tuvo que huir vestido con traje de marinero en un bote de pescadores.

El comité revolucionario comenzó a publicar un periódico: “¡10 de enero!”, en el cual colaboró Acevedo Díaz.

Mientras tanto en Montevideo, se producían varios intentos revolucionarios contra el gobierno de Varela.
El 10 de mayo, el Cnel. Jacinto Llanes, colorado, se alzó en armas en Maldonado al frente de un puñado de hombres, pero fracasó y debió refugiarse en Brasil.

El 25 de mayo se sublevó en Cerro Largo, el Cnel. Ángel Muniz, al frente de cuarenta hombres y llegó a tomar la villa de Melo; al mismo tiempo en Durazno, se sublevó el Cnel. José Ma. Pampillón.
En julio lo hizo el Cnel. Juan M. Puentes, en Florida, quien atacó e incendió la estancia de Timoteo Aparicio, al grito de “Mueran los traidores”.

Esos movimientos revolucionarios tuvieron poca significación, escasos hombres, mal armados, estaban vencidos de antemano por el gobierno que dispuso, al efecto, del apoyo de Timoteo Aparicio y Basilio Muñoz, siendo Muñoz el que redujo a Pampillón.

En julio invadieron la República, desde Yaguarón, los coroneles Ángel Muñoz y Jacinto Llanes al frente de reducidos grupos armados.

En agosto de 1875 volvieron de Buenos Aires los deportados de la barca “Puig” y se constituyó un Comité de Guerra que resolvió dar el apoyo al movimiento revolucionario iniciado por Puentes, Llanes y Muniz y expidió un manifiesto que expresaba que la revolución debía tener un símbolo común, el cual no debía ser de ninguno de los partidos para que pudiera ser de todos, y que por ello había adoptado en la lucha la divisa tricolor “que nuestros antepasados ciñeron en su frente en los tiempos en que debatían los destinos de la Nación.”

El 27 de setiembre de 1875, el Cnel. Julio Arrúe desembarcó en la Agraciada con el batallón de infantería “10 de enero”. Eduardo Acevedo Díaz tenía grado de capitán.

Fue el 7 de octubre cuando el Cnel. Arrúe derrotó en Perseverano (Soriano), a un ejército gubernista al mando del Cnel. Carlos Gaudencio.
Acevedo Díaz redactó los sucesos de la batalla.

La guerra se mostraba indecisa en parte a la mala conducción de las operaciones por los jefes gubernistas, en su mayoría blancos, hasta que Lorenzo Latorre, Ministro de Guerra, decidió ponerse al frente de las operaciones militares en campaña.

La revolución terminó a principios de diciembre de 1875, cuando los principales jefes revolucionarios, Muniz, Arrúe, Llanes, Ferrer, acompañados por Acevedo Díaz hasta el final, se internaron en Brasil, mientras que otros como Pampillón y Saura se acogieron al indulto acordado por el gobierno.

El movimiento revolucionario había fracasado: la falta de recursos bélicos, la carencia de una efectiva unidad de mando, la impopularidad de la divisa tricolor que no logró sustituir las divisas tradicionales, el poco apoyo popular recibido por la revolución y prestado, cuando existió, más como adhesión personal a los caudillos que como participación en un movimiento nacional.

Derrotada la revolución, Acevedo Díaz pasó de Brasil a Argentina y se radicó en Dolores, donde se encontraba Palomeque quien no había participado en la “Tricolor”.

A mediados de 1876 el país vivía los duros tiempos de la dictadura del Cnel. Lorenzo Latorre, quien en marzo de ese año había desalojado al Presidente Pedro Varela y gobernaba con el título de Gobernador Provisorio.
Lorenzo Latorre regenteaba el país como si fuera un inmenso y desolado cuartel “y las campanas tocaban a funerales sin que nadie se atreviera a preguntar quién era el muerto”, como dijera años después Acevedo Díaz.

Algunos órganos de prensa opositores seguían saliendo, entre ellos “La Democracia” que se mantenía en una línea de oposición mensurada y prudente, destinada a marcar una conducta y a indicar una presencia, pero evitando cuidadosamente el enfrentamiento directo con la situación.

A principios de agosto de 1876, Sienra y Carranza se retira de la dirección de “La Democracia” y Juan José de Herrera la confió a Eduardo Acevedo Díaz, recién llegado de su exilio de la República Argentina.

Acevedo Díaz, con 25 años de edad, ardiente, desbordante de pasión y de coraje, romántico, no era el hombre adecuado para dirigir el diario bajo la forma que quería Juan José de Herrera.
Acevedo Díaz exigió: dirección exclusiva, independencia absoluta de opiniones y superintendencia en todas las secciones del diario.

Los primeros editoriales se ajustaron a las recomendaciones de Herrera y así se mantuvo por dos o tres días.
Pero el 8 de agosto se supo en Montevideo que el Ministro de Guerra, Cnel. Eduardo Vázquez había partido a San José al frente de ochenta hombres comandados por el Cnel. Máximo Santos, debido a que algunos presos habían intentado huir de la cárcel en un plan que incluía el asesinato del oficial de guardia y de algunos empleados de policía. Aparecieron implicados en el complot los comandantes José Mallada, inspector de policía del departamento y Máximo Ibarra, comisario de Guaycurú. Detenido el primero, el segundo consiguió burlar la acción de la autoridad “levantando el poncho”, según dijo la prensa de la época.

Sometidos los detenidos a un consejo de guerra el comandante Mallada resultó absuelto, mientras que los restantes acusados, un cabo y dos soldados del batallón 3º de Cazadores, fueron condenados a muerte y fusilados el 11 de agosto.
En cuanto a Máximo Ibarra, fue alcanzado en las inmediaciones de la Sierra de Mal Abrigo y muerto en el acto.

En conocimiento del crimen, Eduardo Acevedo Díaz cambió violentamente el tono de las editoriales y el 12 de agosto publicó un editorial que marcó el cese de Acevedo Díaz en la dirección del diario.
El editorial llevó el título: “Suplico sin sentencia. Quia nominor leo”:

“…Por diversos conductores fidedignos, se sabe que el caudillo Ibarra ha sido muerto después de preso; como sucumbía una paria bajo la horrenda tiranía de los rajahs, sin el derecho sagrado de invocar leyes tutelares y sin la triste esperanza de ser acompañado a la fosa por la compasión del pueblo. ¿Qué importa un cadáver más?
“Así opinó el comandante Máximo Santos, que lleva a sus cintura una espada como sarcasmo irrisorio del pundonor militar. Por intermedio de D. Adolfo Mallada, mandó ofrecer al caudillo Ibarra todo género de seguridades. Ibarra se presentó interrogando la causa de su prisión y confiado en la buena fe de aquel Jefe. El comandante Máximo Santos lo retuvo un día en su poder, y al siguiente lo dejó con una escolta a la orilla de un camino. La escolta cumplió la consigna recibida… A la orilla del camino se consumó el sacrificio, arrancándosele la vida al caudillo en la soledad de los campos, donde sus acentos desesperados no fueron escuchados por otros oídos que los de sus verdugos!
“Entretanto, ayer deben haber sido fusilados en San José, un cabo y dos soldados. Se han llenado todas las formas para la consumación de la tragedia: el consejo de guerra se ha expedido. Se pena el delito militar de un modo inexorable.
“Pero Ibarra, jefe de línea, no merecía los honores que se rendían como última ofrenda a su borrascosa vida a esos infelices soldados; nada se había probado contra él, y, a pesar de todo, lo ajustician sin proceso, ni sentencia legal. ¿Qué importa un cadáver más?
“Era un desalmado. Se lava la mancha de sangre y se echa un poco de tierra a los despojos; esa tumba no merece ni los honores de un epitafio. La justicia pretoriana se ha cumplido!”

Juan José de Herrera el mismo día le envió una carta recriminatoria, que Acevedo Díaz respondió también el mismo día.

Esta fue su respuesta:

“Sr. D. Juan José de Herrera. Presente.

“…Ud. Acusa a la vehemencia de lenguaje. Había creído que me sería dado conservar a la propaganda, toda su elevación e imparcialidad, apreciando los hechos de la única manera digna y decorosa, que era permitida a un periódico independiente; había creído que la moderación y la templanza, muy aceptables, tratándose de dirimir cuestiones de política abstracta que no rozaran en lo más mínimo la dignidad de la propaganda, debían ceder en ciertos casos a las pasiones nobles y generosas, sublevadas ante la monstruosidad del atentado, ante la enormidad del crimen.
“Pero Ud. opina de otro modo, por consideraciones que respeto. Cree que antes de reiniciar una lucha ardiente, por medio de una protesta perenne, a grito herido, que traería sobre sí eslabonadas cien agresiones, “La Democracia” debe arrollar sus banderas, no siendo posible mantener en la prédica un tono suave y diplomático. Así sea.”
“Cuando la indignación me inspiró, al trazar con mano convulsa mis últimos artículos, pensé que me identificaba con el criterio severísimo de la opinión pública, y que levantaba bien alto la bandera de la verdad, de la justicia y del derecho.”
“Sin poner un momento en duda sus desinteresados y patrióticos móviles, y en la imposibilidad de conservar este estilo vehemente ante la perpetración de hechos inicuos, abandono la dirección del diario. Yo no sé si “La Democracia” habrá caído con honra; pero sí estoy persuadido que ha cumplido con su deber!”
“Saluda a Ud. con la distinción de siempre, su muy afectuoso amigo, Eduardo Acevedo Díaz.”

El 13 de agosto “La Democracia” publicó las cartas entre propietario y director y suspendió su publicación, la cual no habría de reanudarse hasta el 1º de diciembre de ese mismo año, 1876.

Mientras tanto, Lorenzo Latorre, sofocado de ira por el editorial, ordenó a Máximo Santos que de inmediato bajase a Montevideo “a levantar la injuria que pesa sobre su nombre y que amarga en estos momentos a su familia.”
Santos volvió a Montevideo y presentó la denuncia penal en el Juzgado del Crimen, contra el redactor de “La Democracia”, basado en la ley del 17 de julio de 1830.

Acevedo Díaz, para salvar su vida, tuvo que refugiarse en casa de su tía doña Joaquina Vásquez de Acevedo, en la calle Sarandí. De allí salió en traje de oficial de la marina española en compañía del capitán y oficiales de fragata de guerra española “Narváez”, trasbordando después el vapor de la carrera y desembarcando al día siguiente en la ciudad de Buenos Aires.

LOS AÑOS DE EXILIO: SU CREACIÓN LITERARIA

Entre 1875 y 1895, Acevedo Díaz vivió exiliado en la República Argentina.
Vivió primero en Dolores, luego en La Plata, allí contrajo matrimonio, nacieron todos sus hijos y produjo su obra literaria más significativa.

Su correspondencia con Alberto Palomeque, entre 1880 y 1894, lo mantuvo bien atento con todo lo que ocurría en nuestro país. Seguía con fervorosa atención todos los acontecimientos políticos y a los hombres vinculados con la política los conocía profundamente.

Su exilio comenzó en mayo de 1875, cuando los sucesos derivados de sus artículos en “La Revista Uruguaya”.
Se interrumpió tres meses después con su participación en la Revolución Tricolor, para reanudarse en octubre de ese mismo año cuando, vencido el ejército revolucionario, debió refugiarse en Río Grande del Sur para retornar de inmediato a territorio argentino.
En agosto de 1876, otro fugaz retorno con la experiencia, también ya vista, de “La Democracia”.

En ese entonces Alberto Palomeque residía en Dolores, ejerciendo su profesión de abogado.
Acevedo Díaz se instaló en la casa de Palomeque, trabajando en el estudio jurídico de éste.
Llegado a Dolores cuando apenas contaba con 25 años de edad, tuvo la oportunidad de intervenir, amparado en una ley de libre defensa, en varios asuntos de carácter penal, entre ellos la defensa de Osvaldo Servetti.
Contado por él mismo: “con el mayor desinterés, dominado por esa lógica que me impelía a poner de relieve los atentados y los oprobios que avergonzaban a mi tierra nativa, consiguiendo que los acusadores del señor Servetti, coroneles Máximo Santos y Ernesto Courtin fuesen condenados con costas y costos, éxito que valió al defensor y al defendido una nueva tentativa de asesinato por agentes temibles que, convictos y confesos, el juzgado federal procesó y sentenció a presidio.”

Los éxitos obtenidos en los estrados judiciales lo hizo conocido. Palomeque cuenta que Acevedo Díaz al poco tiempo de llegar era la persona mimada de Dolores.

Durante sus 20 años de exilio, Acevedo Díaz fue un hombre culto, gentil, generoso, cautivante en el trato y en el hablar.

Lejos de las luchas de su propia tierra, despojado su gesto de durezas y soberbias de que en su actuación política se revestía, mostraba los aspectos más profundos de su personalidad, sus rasgos más hondos.

A mediados de 1880 se produjo en la Provincia de Buenos Aires una revolución encabezada por el gobernador de la misma, contra el gobierno central de Nicolás Avellaneda. Palomeque tomó en ella participación activa, lo que motivó que, vencida la revolución, tuviera que abandonar Dolores y regresar a Montevideo.
Acevedo Díaz actuó en los sucesos revolucionarios, pero lo hizo en carácter de mediador, evitando el enfrentamiento en Dolores de las fuerzas populares con el ejército de línea. Esto fue reconocido por el pueblo doloreño, que le rindió homenaje y le obsequió una medalla recordatoria del hecho.

En sus años de exilio: escritor en tiempos y lugares en que era imposible vivir de la pluma, cargado de hijos, sin haber terminado la carrera de abogado, debió realizar muchas tareas para aportar recursos para su hogar.

Dolores, después de la revolución de 1880 cambió radicalmente entrando en un estado decadente.

Procurador, Acevedo Díaz, trabajó en los primeros tiempos, hasta 1880, con Palomeque. Luego siguió haciéndolo solo hasta 1887, año en que dejó Dolores para regresar a Montevideo a dirigir el diario “La Época”.
Vuelto a la Argentina, en 1888 se radicó en La Plata, donde se puso al frente del estudio jurídico de su amigo el Dr. Pedro Bourel, abogado y escritor argentino.

En 1881 se casó con Concepción Cuevas, joven y hermosa dama de la sociedad doloreña. Pidió su mano al padre de ésta, Miguel Cuevas, en una carta donde le explicaba su carencia de fortuna personal, pero afirmaba su voluntad y capacidad para el trabajo. El matrimonio se celebró tres meses después.

Concepción Cuevas era la mujer que Eduardo Acevedo Díaz necesitaba: “Abnegada y bella, fuerte y callada. Ella, la silenciosa, le ayudó a criar a todos sus hijos: los de la entraña y los de la inteligencia. Fue, por eso, doblemente esposa”, como dijo bellamente Ferdinand Pontac.
Pero fue mucho más: amiga receptiva y fiel, la que incluso cuando estaba lejos, estaba presente, la que lo alivió de las miserias de la vida cotidiana ocupándose de la casa y de los hijos, la que no tuvo otros anhelos que los suyos, la que confió en él durante cuarenta años y la que compartió con él, las últimas amarguras.

Tuvieron seis hijos varones y una hija, Elsa, nacida cuando ya era director de “El Nacional”, ellos fueron los que alegraban su hogar.

El incidente en Dolores, a mediados de 1880:

Cuando era soltero y vivía en Dolores, tuvo lugar un incidente caballeresco con Julio Herrera y Obes.
A raíz del anuncio del regreso de Agustín de Vedia a Montevideo para ponerse al frente del Partido Nacional, se produjo una polémica entre “El Plata”, dirigido por Carlos Ma. Ramírez y José Sienra y Carranza, y el “Diario del Comercio”, en el cual escribía Julio Herrera y Obes. Este último dijo que si de Vedia venía a reanudar la lucha política: “lo pondría de punta”.
Eduardo Acevedo Díaz, circunstancialmente en Montevideo, desde las páginas de “El Plata” atacó frontalmente a Herrera y Obes. La réplica de éste, redactada en tono irónico y mordaz, no se hizo esperar. Se sucedieron varios artículos de cada parte, hasta que Acevedo Díaz, considerándose agraviado, envió un cartel de desafío a su contendor.
Herrera y Obes publicó en “El Diario del Comercio” la carta de Acevedo Díaz agregando su propia respuesta, y un comentario hiriente y se embarcó a Buenos Aires.

Lo publicado por Herrera y Obes:

“Edgardo el Romántico. Este caballero errante de la prensa nos ha dirigido ayer la carta que va en seguida.
“Como los latigazos de intención no ofenden a nadie, damos aquí a la fanfarronada de este nuevo don Juan de Serrallonga la contestación que se merece.
“Andamos en la calle a toda hora del día y de la noche y por consiguiente al alcance del látigo de todo lo que quiera probar aventuras con nosotros; trate Edgard de pasar de las intenciones a los hechos y ya verá quien es Calleja.
“La carta de Edgard la hemos recibido en momentos de embarcarnos para Buenos Aires por asuntos que no admiten espera y no era cosa de perjudicarnos por las amenazas de Edgard; pero estaremos aquí dentro de ocho días y esperamos que ese tiempo podrá Edgard satisfacer sus fervores quijotescos.

“He aquí las cartas:
“Señor don Julio Herrera y Obes:
“Las injurias y ofensas que me prodiga usted en el “Diario del Comercio” de ayer, no merecen otra contestación que un latigazo en el rostro, que le daría usted por recibido de mi mano. Eduardo Acevedo Díaz.”

“Señor don Edgard el Romántico:

“Los latigazos en el rostro se devuelven con un balazo en la frente; déselo usted por pegado de mi mano. A los zonsos de su clase que andan a la pesca de escenario para exhibirse en traje de matón de zarzuela, se les mata con el desprecio: téngase usted por muerto. Julio Herrera y Obes.”

Acevedo Díaz recién pudo embarcarse dos días después y cuando llegó a Buenos Aires se encontró con que Calleja había aumentado la distancia, partiendo para Rosario.

En Montevideo antes de embarcarse, Acevedo Díaz fue requerido por su amigo de Vedia para que por el momento desistiese de lograr reparación por las armas de quien no estaba dispuesto a darla, contestándole que en cuestiones que afectaban su honor, él era el único juez, reservándose el derecho de hacer el desagravio obligado y justo, y en oportunidad debida, lo que le dictase su conciencia.

El incidente quedó allí, suspendido.
Cuatro años más tarde, en Buenos Aires, en casa del Dr. Santiago Luro se volvieron a encontraron Acevedo Díaz y Herrera y Obes.
Acevedo Díaz al fin tenía a su frente a su adversario y le dijo palabras muy duras, lo llamó “cobarde” y “gallina con cresta de gallo”
Herrera y Obes, quedó trémulo y no contestó en ese momento las ofensas de su adversario.
Al día siguiente, solicitó a Segundo Flores y Carlos A. Lerena que exigieran de su ofensor una reparación por las armas.

En realidad, Herrera y Obes buscó la intervención la Carlos A. Lerena más que como padrino, como conciliador, ya que éste, aparte de ser amigo personal de Acevedo Díaz, había sido uno de los firmantes de un documento redactado en Montevideo cuando el incidente de 1880.
Este documento, que era desconocido por Acevedo Díaz y estaba firmado por Juan Carlos Blanco, Agustín de Vedia, Gonzalo Ramírez, Leoncio Correa, José Manuel Sienra y Carranza, Carlos Lacalle y Carlos A. Lerena, luego de algunas consideraciones sobre la polémica sostenida entre “El Plata” y “Diario del Comercio”, concluía: “En esta persuasión y creyendo asimismo que, en cuestiones de esta naturaleza debatidas por medio de la prensa, la opinión imparcial debe hacer oír su veredicto, siendo razonable y lógico buscarles una solución por esos juicios a que se remiten los escritores públicos, hemos considerado oportuno manifestar las impresiones que dejamos consignadas a don Eduardo Acevedo Díaz y al doctor Julio Herrera y Obes, y, apelando para ello a su razón serena y a sus sentimientos patrióticos, hemos obtenido que se de por terminado el incidente ocurrido, evitándose en lo sucesivo, recíprocamente, todo acto de agresión o de provocación”

El documento debía ser sometido a la aprobación de los interesados.
Acevedo Díaz, en carta de 12/9/884, le escribió a Carlos A. Lerena: “…debo manifestar a usted que yo no tenía conocimiento del acta que me fue exhibida, suscrita por usted y otros caballeros (en época anterior), sino por simples referencias.”

Este documento, evitó el duelo, aunque no puso fin a la rivalidad que desde allí separó a ambos adversarios.

Los años de exilio fueron, para Acevedo Díaz, fecundos en creación literaria. Artículos periodísticos, trabajos históricos, discursos destinados a ser leídos en nuestras fechas patrias, relatos cortos, informes sobre la educación, fueron saliendo de su pluma y conformando una copiosa creación literaria.

En Dolores escribió la primera de sus novelas, “BRENDA”, que se publicó en forma de folletín y simultáneamente en “La Nación” de Buenos Aires y “La Razón” de Montevideo, desde diciembre de 1885 a febrero del año siguiente.

En mayo de 1886 el diario de Bartolomé Mitre editó la novela en forma de libro, obsequiando la edición a su autor.

Aunque “BRENDA” recibió críticas y reparos serios, para Rubén Darío fue “deliciosa”.

Por su parte, Acevedo Díaz le tuvo gran afecto a su primera novela.
En sus cartas a Palomeque, a quien había encomendado la distribución de la edición en Buenos Aires y Montevideo, son frecuentes las referencias a “Brenda”: “Todo sea por la pobre “Brenda”, mi primer esfuerzo literario de algún aliento. ¡Quien sabe cómo será recibida!”, le escribía el 15/5/886.
Siete años después, el 22/9/893, le decía: “La (edición) de “Brenda” se agotó completamente hace tiempo. Yo mismo no la tengo, por aquello de que “en casa de herrero cuchillo de palo.”… En cambio tengo revisados y corregidos por mí para una segunda edición “Ismael” y “Nativa”. Haría lo mismo con “Brenda”, si llego a atrapar en alguna parte a esta andariega sentimental (aunque infiero que se haya metido a monja)…”
El 23/12/894 se lamentaba “Falta “Brenda”… no la tengo. Hace tiempo que la pobre profesó en un convento, como digo a otro amigo; hecho que me causó un gran dolor por tratarse de mi primera hija, tan exagerada en sus caricias, purezas y castidades! Aunque hablo en sentido figurado como ves, la pena es verdadera.”

De la edición de “BRENDA” en libro, que constaba de 5000 ejemplares, el autor destinó 250 a Montevideo, 150 a Buenos Aires y se reservó 100 para sí, a fin de obsequiarlos a la prensa de ambas ciudades y a sus amigos predilectos.

"ISMAEL": su primera novela histórica.

En 1888 publicó “ISMAEL”, en Buenos Aires, en la imprenta de “La Tribuna Nacional”, diario que dirigía su amigo Agustín de Vedia. Los primeros capítulos los había adelantado en “La Época” de Montevideo, de la que era director, en forma de folletín, desde el 1º de marzo al 1º de junio de 1887.

“ISMAEL”, primera de sus novelas históricas, es la obra inicial, según Emir Rodríguez Monegal, de una tetralogía que continuaría con “NATIVA” y “GRITO DE GLORIA”, para continuar veinte años después, con “LANZA Y SABLE”.

De “BRENDA” a “ISMAEL”, separadas en su publicación por menos de dos años, Eduardo Acevedo Díaz dio un gran giro.
En “ISMAEL” se notó decisión y firmeza. El estilo se hizo ajustado, preciso y sólido. La voz del escritor adquirió acentos épicos y se envolvió en gran ternura para describir hombres y paisajes, para narrar hazañas, para presentar el trabajoso nacimiento de un pueblo que era el suyo.
El caudal técnico y estilístico del novelista, que apenas se vislumbraba en “BRENDA”, aparece en todo su esplendor en “ISMAEL”.
La diferencia entre ambas obras no radica en la evolución del escritor, sino en la distinta sustancia novelística que en una y otra manejó.
“ISMAEL” tuvo una autenticidad entrañable.
El romanticismo anacrónico y desvaído de la primera novela se transformó en el realismo vigoroso y ceñido de la segunda.

Acevedo Díaz fue quizás el primero de nuestros escritores profesionales, escribió muchas veces acuciado por urgencias económicas ciertas, no escribió para llenar ocios.

Palomeque cuenta que, amargado por las críticas que recibió de “BRENDA”, Acevedo Díaz le expresó: “Ya que no quieren romanticismo –me decía – van ahora a conocer un nuevo género, distinto al anterior; ahora van a saber de todo lo que es capaz este cerebro”

Con “ISMAEL”, Acevedo Díaz puso la piedra fundamental se su ciclo épico.
“Es posible –dice Ibáñez- que Acevedo al poner mano en “Ismael”, a fines de 1886 o comienzos de 1887, ya pensase desenvolver una serie histórica. Es posible antes de acabar esa novela (editada en mayo de 1888), ya había decidido componer una tetralogía… Puede concluirse que ya estaban determinadas entonces la serie, las partes y hasta la naturaleza de las partes.”

Lo que dice Ibáñez es válido para las cuatro grandes novelas históricas. No se sabe si las mismas no estaban destinadas a integrarse con otras de similar magnitud y significación.
Debemos pensar que “SOLEDAD” y “EL COMBATE DE LA TAPERA” se integran con aquellas cuatro novelas en un todo armónico, contribuyendo a dar unidad y sentido al ciclo histórico que quiso elaborar el autor.

El 20 de agosto de 1889, Acevedo Díaz le escribió a Palomeque que dirigía en Montevideo el diario “La Opinión Pública”, enviándole el primer capítulo de una nueva novela histórica: “NATIVA”.
Allí decía: “Es el primer capítulo de mi tercera obra –novela histórica- que tengo al terminar, escrita con sujeción al plan que me he impuesto de un estudio etnológico, social y político de nuestro país, por el cual intento hacer resaltar los lineamientos más vigorosos de su historia que trazan su fisonomía propia y diseñan de un modo indeleble sus propensiones e instintos nativos.
“No sé si mis fuerzas alcanzarán a tanto; antes bien me inclino a dudar de ellas de veras. Pero, puedo sí asegurar que en dos campañas de vida militar –bien larga una de ellas- aprendí a conocer un poco los hábitos, los usos, las tendencias y la idiosincrasia de nuestros compatriotas en el seno mismo de su masa cruda -ácida, áspera y fuerte como zumo de limón-.
“Por eso es que he escrito, y que escribo.”
“Verdad que, con esta nueva obra –de la cual ningún fragmento se ha publicado- no realizo sino en parte mi plan, que es extenso; pero ella contribuirá sin embargo, a darle la solidez y proyecciones que deseo, preparando mi cuarto libro.”

Nueve días después, volvía a dirigirse a Palomeque diciéndole: “Mi libro quedará listo del 1º al 15 de octubre próx. Tengo mucho gusto en cederlo a “La Opinión”, en las condiciones que indicaré oportunamente…”

El 7 de setiembre, en una nueva carta, le comunicó a Palomeque que cedía la propiedad literaria de la novela a “La Opinión Pública” y el 18 de ese mismo mes le anunció que la novela se llamaba “NATIVA”.
La novela comenzó a publicarse en forma de folletín en “La Opinión Pública” el 25 de octubre de 1889 y se prolongó a través de ochenta y cuatro entregas, hasta el 6 de febrero del año siguiente. A comienzos de la publicación hubo un entredicho entre Acevedo Díaz y Palomeque que amenazó dejarla trunca.
Palomeque aunque nacionalista, había apoyado en su diario desde un principio la candidatura de Julio Herrera y Obes, lo que motivó amistosos reproches de Acevedo Díaz en las cartas de agosto y setiembre de 1889.

El 25 de noviembre, Acevedo Díaz le escribió a su amigo:

“… Cuando, correspondiente a tu galante pedido, y agradeciendo sin aceptarlas tus generosas ofertas, te cedí mi última obra para folletín considerándome con ello muy honrado y complacido, creí que la insinuación amistosa que mi actitud envolvía sería tenida en cuenta, siquiera en obsequio de la intención que la inspiraba, por el viejo y buen amigo.
“No ha sido así sin embargo, contra todas mis previsiones. Yo pensaba que, dada mi respuesta a tu querida esquela, y al colaborar literariamente en tu diario –aunque fuese en el friso- cesaría la actitud por ti asumida al escribir la serie de artículos sobre “candidaturas presidenciales”.
“Vemos que la acentúas de un modo inequívoco, a pesar de tus declaraciones aisladas en contrario.
“Por mi parte, respeto tus opiniones –como te decía en una de mis cartas-; pero agregaba también en ella, que debías corresponderme con igual moneda.
“No ignoras que me separan, por razones políticas y personales, diferencias profundas con el personaje cuyos méritos encumbras y cuyos errores atenúas en lo posible; y paréceme impropio, no entendiendo yo la imparcialidad, como tú la entiendes, que yo coadyuve a la marcha de un diario en cuyos editoriales se hace la apología de mi enemigo.
“…En ese concepto debo decirte, que: ni aún en el caso de no ser adversario de tu candidato, pensaría como tú piensas.
Cuestión de apreciaciones, bien lo sé; pero también de regla de criterio.”
“Y, como creo que algún derecho tengo, a título de amigo que ayuda al amigo en la medida de sus fuerzas, a pedir algo en mi obsequio, ya que todo se le concede al personaje de quien me separan sangrientos agravios, paso a solicitar de ti (sin que ello importe imposición de condiciones), te dignes al menos, prescindir en absoluto de lo que me afecta en tu diario, hasta tanto no termine mi colaboración literaria. Esta podría darse por concluida en veinte días más –publicado folletín doble, algo ampliado.”
“No es mucha concesión, mi querido Alberto, veinte días de silencio respecto a tu hombre de estado, tratándose de un amigo como yo!”
“Bien sé que no deja de ser atrevimiento el saltarse del folletín al editorial para decir estas cosas, como quien dice –írsele uno a las barbas-; pero si tú pones la mano en tu conciencia verás que tengo razón sobrada. Apelo pues, a tu rectitud primeramente; y después a nuestra vieja amistad que en mucho tengo, porque mirándolo bien, no vale la pena sacrificarla así, fría e implacablemente, en aras de una personalidad política extraña por completo y adversa desde luego, a tus grandes ideales patrióticos y a tus iniciativas cívicas.”

Dos días desués le escribió Palomeque ofreciendo suspender la publicación de la novela. Se sucedieron cartas y telegramas, hasta que se produjo una mediación de Agustín de Vedia, que intercedió a favor de Palomeque cerca de Acevedo Díaz, y éste, el 7 de diciembre, cerró el episodio con esta carta:

“Mi querido Alberto:
Impuesto de la tuya, fecha 5. No busques más soluciones; en obsequio a ti y al diario, hago completa abnegación de todo.
Indícame cuando debo remitir más originales y en que forma podré hacer su remisión, no contando con propio expreso, pues temo se extravíe por el correo”

“NATIVA”, la más autobiográfica de las novelas de Acevedo Díaz fue impresa en libro por Palomeque en la tipografía de “La Obrera Nacional”, donde éste imprimía su diario.

En 1892, Acevedo Díaz escribió el que habría de ser su mejor cuento: “EL COMBATE DE LA TAPERA”. La publicación la hizo en el diario “La Tribuna” de Buenos Aires que dirigía Mariano de Vedia, en un doble folletín aparecido el 27 de enero de ese año.

El 1º de julio de 1892, Acevedo Díaz le escribió a Palomeque informándole que estaba terminando otro libro –el cuarto de su producción, y su tercera novela histórica-. Se trataba de “GRITO DE GLORIA”, continuación de “NATIVA”, que dio a conocer en forma de folletín también en “La Tribuna” de Buenos Aires, a partir de agosto de 1892 y que apareció en forma de libro en La Plata, editado por E. Richelet, a mediados de 1893.
Refiriéndose a la edición de “GRITO DE GLORIA”, le expresó a Palomeque:
“… Seguramente al primer golpe de vista, habrás notado las deficiencias de impresión, corrección y demás detalles materiales de mi libro. Te informaré sobre esto.
Yo no podía afrontar el compromiso de darlo a la luz por mi cuenta.
Al principio, tuve la veleidad de acometer la empresa empeñándome en lo que valía y podía, a fin de lanzar una edición interesante con algunos grabados que representasen los episodios más notables, entre ellos el combate de Sarandí, la muerte de Jacinta, el duelo de Cuaró y Ladislao y otros; pero, no pasó más que de una “alucinación” de autor que ama sus engendros buenos o malos y quiere ataviarlos para el ojo del vulgo.
Entregué, pues, el libro a mi editor, desligándome de todo compromiso pecuniario.
Mi editor es un capitalista opulento, de los pocos que en La Plata tienen fortuna sólida, y que puede decirse millonario; es oriental, blanco de opinión y amigo particular mío.
El ha hecho todo, y no puedo quejarme. Ha procedido con la mejor voluntad…”

Al año siguiente, 1894, Acevedo Díaz publicó lo que es, para muchos, la mejor de sus novelas: “SOLEDAD”, editada en Montevideo por Barreiro y Ramos, quien, al mismo tiempo, emprendió la reedición de todas las novelas del autor.

“SOLEDAD” no tuvo gran aceptación por la prensa. Acevedo Díaz, en el ejemplar que dedicó a su esposa, dejó constancia de ello: “Pobre Soledad: Es el fruto más indígena de mi suelo nativo, y sin embargo, lo han negado. Verdad que es raro. Es un cuento con fondo de historia, y una historia con fondo de cuento. Mis críticos no lo han entendido. Eduardo. Florencio Varela, Febrero de 1897.”

Con cinco novelas publicadas, Acevedo Díaz se encontraba en su plenitud de escritor.
Cada obra que salía de su pluma superaba a la anterior y era una de las primeras figuras literarias del Río de la Plata.
Chocaba con la pobreza del medio y su permanente falta de recursos.

En carta a Palomeque de 1º de abril de 1893, le confió: “Por manera que, como decía, los jefes de prole crecida nos vemos en el duro caso de ensanchar mercados para dar salida a los productos, aunque estos productos con ser indígenas no tengan precio fijo, ni siquiera oscilante en plaza, cosa que acaece comúnmente en estas sociedades sin mayor pasión artística, a los que nos hacemos la ilusión de ser productores de algo.
¿Podrías tú, personalmente, interesarte por mí con la empresa de La Tribuna Popular o del Montevideo Noticioso para que aceptasen mis folletines inéditos sobre historia o simple literatura, a razón de cinco o seis por mes, y con la remuneración que racionalmente me acordaren?
Mucho tendría que agradecerte este paso, y más aún, si lo aventuras con la habilidad que te reconozco para no hacer desmerecer al autor y a la factura, ante empresarios que pagan buenos duros a Montepin o a Onhet, antes que compensar con un simple doblón a un productor nacional, sin duda porque de ultramar vienen las quintas esencias, y el ombú aborigen no da ninguna, ni flor aromada, ni fruto dulce, ni madera siquiera para el fuego.
Acaso, tú lograras atraerlos, en obsequio a lo nativo, a lo propio, a lo que es carne
de nuestra carne y tiene derecho al estímulo y a la vida por tendencia conservadora y por espíritu de amor propio nacional.”

Y en la carta del 4 de mayo de ese mismo año, le decía:
“… Seguiremos resignándonos, entregados a asuntos judiciales, y aun industriales, porque de todo hay que ocuparse en estos tiempos calamitosos. Si añadiera que los agrícolas tampoco nos son indiferentes, y que por el contrario reclaman buena parte de nuestra atención (hablo de todos, emigrados orientales y argentinos) complementaría mi pensamiento. Nada se desdeña, ni una modesta comisión por arrendamiento de chacras. Ya ves que por aquí, aunque con más teatro, las cosas no marchan nada bien desde el punto de vista de la holgura y de las comodidades; todo lo que importa un simple corolario a mi anterior carta.”

Siendo esta la situación, en 1893 resolvió terminar la carrera de abogado, rindiendo los últimos exámenes que le faltaban, pero no llegó a culminarla.
En febrero de 1895, cuando sólo le faltaba una materia, le llegó el llamado de la juventud nacionalista que lo convocaba para dirigir “El Nacional”. Y con este llamado se fueron todas las intenciones de obtener el diploma.
Fue, sin embargo, y a pesar de la falta de título, “doctor”.
El pueblo nacionalista lo tuvo y lo aclamó por tal. Aparicio Saravia siempre lo distinguió otorgándole ese tratamiento, y el propio Luis Alberto de Herrera que seguramente sabía que no lo era, cada vez que lo nombra en su libro “Por la Patria”, habla del doctor Acevedo Díaz.

SOBRE SU ASPECTO FÍSICO

A los veinte años, cuando los tiempos de la revolución de Timoteo Aparicio, lo vemos, tal cual lo pintó Palomeque, como un revolucionario francés de 1789: todo pasión, severo, pálido, delgado, centelleantes los ojos, tendida la larga melena criolla.

A los treinta y cinco años, o sea, en la época que estaba escribiendo “ISMAEL”, ya se observa otra serenidad, aunque sus ojos siguen mirando con la misma penetración, con el mismo fulgor.

De estatura algo superior a la media, de torso poderoso y manos y brazos nervudos, su apostura física denotaba una poderosa aunque controlada fuerza corporal. Grave, armónico y verdadero, erguido en actitud de tranquilo desafío, las manos en los bolsillos del abrigo, la capa cayéndole por los hombros, aun en reposo se advierte la gallarda prestancia de su figura en la que se destaca la cabeza predominante, clásica, ligeramente echada hacia atrás y apenas volcada hacia un costado.
En el rostro, de acusados perfiles, donde alborean la plenitud de la despejada frente y la firmeza del mentón y de la nariz, el arrogante bigote traza una línea gruesa de carbonilla que apenas deja ver la boca de labios finos y nítidos. Y todos los rasgos de ese rostro confluyen para dar relieve, más que a los ojos, a la mirada, penetrante e intensa, que ilumina el conjunto y revela toda la generosa pasión y la indomable voluntad de que ese hombre era capaz.

En fotografías posteriores, tomadas cuando Acevedo Díaz ya había sobrepasado el medio siglo, su figura aparece más pesada, más grave, más sólida. Su famosa chalina ha reemplazado a la antigua capa, su físico se ha hecho más corpulento y su cabeza ha adquirido una altivez señorial en la cual ya se advierte cierto cansancio; y si sus ojos aun reflejan una rara potencia interior y siguen mirando con atención las cosas lejanas, ahora aparecen en cierto modo velados por un halo de melancolía o desengaño.

Acevedo Díaz fue un superdotado, intelectual y anímicamente: inteligencia, fabulosa memoria, voluntad, capacidad de observación y captación.

Cada uno de los sucesos, de las experiencias que le tocó vivir, los fue incorporando a su memoria en una acumulación ordenada de sensaciones visuales, auditivas, gustativas, olfativas, táctiles. Los paisajes de sus novelas son paisajes que penetraron en él a través de todos los sentidos y cuando los reproduce para el lector, lo hace apelando a todas las manifestaciones sensoriales.

De su gran memoria, siempre fue consciente. A los 19 años, en la carta dirigida a sus padres, hablaba de que “el clásico heroísmo de esta patria infortunada, patentizado a mi vista, grabado indeleblemente en ese archivo del tiempo que se llama memoria…”

Memoria prodigiosa que le permitió ver en 1870 la ejecución de un soldado homicida y narrarla 23 años más tarde en sus menores detalles, con una magnífica captación de lo esencial, en uno de sus mejores cuentos: “EL PRIMER SUPLICIO”, el cual comienza así:
“Fue en el sitio de 1870. Lo recuerdo bien. Todo se grabó en mi pupila y luego indeleble en el fondo de mi memoria.”


EDUARDO ACEVEDO DÍAZ: EL PERIODISTA

En la década del noventa el Partido Nacional atravesaba el período más crítico de su historia. El Partido Colorado estaba dirigido por Julio Herrera y Obes, primero como Ministro de Gobierno de Tajes, luego como Presidente de la República.

Julio Herrera y Obes centralizó el gobierno en su persona, dispuso del ejército y de la administración; se erigió en jefe absoluto de su partido.
El nacionalismo había quedado sin pulso y sin vibración, para culminar, un sector de la dirigencia blanca, los llamados “evolucionistas”: Martín Aguirre, Carlos A. Berro, Juan J. Segundo, etc., ocupaban bancas o desempeñaban ministerios en la administración colorada.

Acevedo Díaz resumió así la situación del partido blanco: “El partido nacionalista no existía sino de nombre. Todas las fuerzas estaban disgregadas, y una gran parte de ellas más disgregadas: corrompidas.”

Fue en ese momento tan crítico, de desesperanza, que un grupo de jóvenes blancos comenzaron a actuar, en los primeros meses de 1893, fundando en Montevideo el “Club Bernardo P. Berro”.
El 13 de marzo del mismo año, Luis Ponce de León fundó “El Nacional”. De su dirección se hicieron cargo Lauro V. Rodríguez y Eduardo B. Anaya.
Estaba integrado por jóvenes con gran talento y entusiasmo.
En su primera época, “El Nacional”, tenía poca circulación y poca resonancia.

La situación del partido blanco se fue agravando cada vez más, estando dividido entre “evolucionistas” y “abstencionistas”.
Debido a esto, la juventud blanca consideró que debía fortalecer el partido.
En “El Nacional” algunos jóvenes aportaban fondos de sus propios bolsillos para que pudiera funcionar.
Como dijimos anteriormente, para revitalizar al partido, pensó en traer a Eduardo Acevedo Díaz, para ponerlo al frente de un órgano de prensa partidario.
En febrero de 1895, en el “Club Bernardo P. Berro”, la juventud nacionalista resolvió realizar dicha invitación.
El 24 de ese mes, Lauro V. Rodríguez y Eduardo B. Anaya fueron los que dirigieron una carta al autor de “Ismael”:

“… La juventud nacionalista de Montevideo, doctor Acevedo, se ha fijado en Ud. para que la encamine, para que le trace rumbos desde las columnas de un órgano de publicidad, y nosotros, que hemos escuchado el acento vibrante de sus asambleas en los días últimos, debemos añadir a su palabra colectiva nuestra propia palabra para suplicar al correligionario distinguido se haga cargo de la solicitud y defiera a su pedido, en la persuasión de que habrá contribuido a acompañar uno de los movimientos más generales y simpáticos de reacción nacional que se hayan bosquejado en los anales democráticos de la República.”

Este llamado llegó en momentos muy propicios para Acevedo Díaz, sentía las amarguras del aislamiento, con el peso de veinte años de exilio y a pesar de saberse leído, sentía un vacío que lo rodeaba.
Había cumplido con la parte más importante de su obra literaria, pero alejado de la patria, imposibilitado de participar en las luchas políticas. Anhelaba su retorno.
La carta que le llegó fue una esperanza para Eduardo Acevedo Díaz.

Meses atrás, le había escrito a Palomeque:

“¿Ha llegado el momento de que yo pudiera ser útil a nuestra causa y a nuestros principios con la pluma en la mano, de modo que se aunaran fuerzas y se formase un núcleo serio de resistencia dentro de un plan meditado y concreto?
Esto y no otra cosa.”

“Entiendo que sin prensa y sin propaganda no hay causa que avance y arrolle; no hay prestigio que dure; ni hay propósitos que se cumplan; ni hay fines que se hagan carne; ni hay bandera que no se desluzca y destiña por más inmaculada que se la crea y más gloriosa que se la juzgue.
Son la palabra escrita y la palabra hablada las que, por escrito simultáneo y permanente, obran reacciones y aun milagros en la vida democrática, sea cual fuere el estado de postración de los partidos y de la fiebre patriótica.”

Inmediatamente contestó al llamado de los jóvenes nacionalistas, aceptando.
Sin embargo, las cosas no eran tan fáciles y para obtener el concurso de Acevedo Díaz era necesario resolver dos problemas: uno, arbitrar fondos para fundar en nuevo diario; otro, asegurarle al escritor una remuneración que le permitiera abandonar sus ocupaciones en La Plata, donde trabajaba como procurador en el estudio del Dr. Pedro Bourel y como sub-inspector de escuelas.

El 27 de marzo de 1895, se creó en el Partido Nacional un Comité de Prensa, presidido por José Romeo y en el que actuaba Luis Ponce de León como Secretario, con el cometido de obtener los recursos necesarios para el nuevo diario.

El Directorio no se oponía a que se trajera a Acevedo Díaz pero no propiciaba la venida de éste.
En un principio se le pensó en la fundación de un nuevo diario. Luego de dio a elegir a Acevedo Díaz entre esa posibilidad o la de seguir con “El Nacional”.

Eduardo B. Anaya le escribió a Acevedo Díaz el 10/5/895 diciéndole que “El Nacional” era propiedad de Lauro V. Rodríguez, quien lo había financiado con sus recursos, agregando que no era justo dejar “El Nacional” a un lado.
Esto pesó definitivamente en el escritor, quien mantuvo desde ese momento una gran amistad con Rodríguez y Anaya.

En julio, arreglados sus asuntos en la Argentina, Acevedo Díaz vino a Montevideo a hacerse cargo de la dirección del periódico. El Comité de Prensa le aseguró un sueldo de $150.000 mensuales durante seis meses, después, todo dependería del éxito del diario.
A eso se le agregaba la suma de $ 50.00 que Barreiro y Ramos le pagaba por la reedición de sus novelas.

Acevedo Díaz dejó a su familia en La Plata, la que pudo poco visitar, absorbido por sus nuevas tareas.

El 18 de julio de 1895, “El Nacional” entró en su segunda época con Eduardo Acevedo Díaz como Director y Redactor en jefe y Eduardo B. Anaya como secretario de redacción.
Lauro V. Rodríguez, hasta entonces co-director del diario, se alejó para atender sus asuntos particulares, pero dos meses después, a pedido de Eduardo Acevedo Díaz volvió a ocupar su puesto en la redacción.

El primer editorial de Acevedo Díaz: “Nuestros propósitos. In hoc signo.”, fue un programa y una definición. Allí señaló en forma concisa los principios y los valores a los cuales se iba a ceñir la prédica del diario, marcó una estricta norma de conducta a la cual se ajustó durante los ocho años siguientes:

“El partido nacional no aspira precisamente a apoderarse del gobierno. El gobierno no es más que un medio y un ejecutor; no es un fin. El fin es la vida instrumental en su mayor plenitud, la costumbre del derecho, el hábito invariable de la justicia distributiva, la libertad de trabajo y del voto en todas sus amplias y nobles manifestaciones, la dignificación de los partidos por la elevación constante de sus ideales, la recaudación y la inversión honrada de las rentas públicas, dentro de un sistema tributario proporcional y equitativo, la prosperidad interna y el brillo exterior del país por efecto del juego armónico de todos los intereses y derechos.”
“La disciplina social recibe de arriba el vigor por el ejemplo edificante; y su relajación, más completa, por el ejemplo corruptor. No sirven ni sirvieron nunca para mandar pueblos los que han llevado a las alturas las miserias del bajo.”
“... Lo que el país necesita no son los políticos habilidosos que ladran sus planes, entre los desórdenes y la desvergüenza; lo que precisa el país para su bien y su progreso no es el cubilete o el chisme, la destreza del jugador o las astucias del intrigante, verdadero trotaconventos entre la corrupción y el honor republicano; necesita de hombres sinceros que sepan distinguir la intención perversa de la honesta, al pillo del virtuoso, y al amor en sí mismo del amor al pueblo y sus libertades.”

Eduardo Acevedo Díaz, abrió el fuego por todo lo alto, trayendo un verbo nuevo y a pesar de que “El Nacional” era un diario pobre, que contaba con rudimentarios medios técnicos, que penas salía con cuatro páginas de enorme formato y pocos avisos, su voz comenzó a resonar vibrante en el ámbito del partido y del país.
Del exilio había traído su inigualable estilo de periodista y su gran voluntad.
Sobre su actividad como periodista, dijo Roxlo:

“sus artículos eran puntas de fuego abrasando las carmes de la situación. Sus artículos eran como estocadas que herían en el pecho al poder elector, poniendo de relieve toda la podredumbre de Dinamarca. Aquel estilo, aquel retórico y musical y pomposo estilo, tuvo las acritudes y las sobriedades y las osadías del estilo de Tácito.”

Sobre su voluntad y su entrega, él mismo nos ilustra en carta a su esposa del 26/9/896:

“Abrumado de trabajo. Consagrado completamente a un plan que exige toda mi consagración exclusiva, esfuerzo supremo al que destino mis últimas energías.”
“Pobre siempre, como es pobre de capital pecuniario mi diario.”
“Arbitrando recursos extraordinarios para sostenerlo al día.”
“Tal es mi situación. Como hombre de lucha, no desmayo, y abrigo fe en el éxito”

En carta posterior, seis meses después, dirigida a su esposa, decía:

“Encuéntrome, mi querida compañera, en un período serio y delicado de mi vida, tan llena siempre de contrariedades y de lucha. De los accidentes del futuro, más o menos graves o trascendentales, depende el éxito de mis afanes cívicos; y para que ese éxito corresponda al esfuerzo, que he robado a ti y a nuestros amados hijos, necesito de todo mi tiempo, de todas mis facultades y de todas mis energías más potentes.”
“¿Me comprendes? Si, que me comprendes, mi adorada amiga. Sabes bien de lo que soy capaz, por lealtad, por deber y por carácter.”

A partir de agosto de 1895, empezó a escribir una serie de editoriales acerca del elenco gubernativo de ese entonces.
De Idiarte Borda, en el artículo inaugural de la serie, dijo entre otras cosas: “Es la resultante vergonzosa y fatal, diminutiva del poder y de la audacia, aumentativa de la corrupción y la vileza, de tiempos asombrosos de iniquidad y de infamia.”

El 27 de agosto dedicó un editorial a Martín Aguirre, senador desde 1891, y de quien lo separaban viejos y justificados agravios desde 1887, cuando éste, junto con Juan J. Segundo le habían trampeado la elección de diputado por Cerro Largo. Bajo el título “Evolución y podredumbre. Un Marino Faliero en traje de corso”, clavó a fondo su lanceta: “Esta religión del éxito lo absorbe por completo. Gruñidor, alborotador, gritón en las filas del propio partido, es discreto, mesurado, avisador, casi silencioso en las del contrario, en donde se pone al acecho de las oportunidades cuando su opinión y su voto pueden trascender de alguna manera y hacer sentir su presencia en la vida pública.”

Al empuje de su prédica y de su ejemplo, el Partido Nacional se revitalizó, comenzó a revivir.
Las puertas siempre abiertas de “El Nacional”, recibían a diario cantidad de jóvenes que iban allí como una fiesta, a cambiar ideas, a recibir consejo y estímulo de Acevedo Díaz.

En carta del 18/12/895 a su esposa, le escribía:

“Yo estoy bien de cuerpo y espíritu.”
“Contento, porque veo que mi obra avanza y la juventud me acepta como al mejor de sus amigos.”
“He sentido muy gratas emociones en estos días pasados; las que puede experimentar un hombre sin ambiciones innobles, en medio de tantos corazones sanos y viriles.”
“Nunca me arrepentiré de lo que he hecho, hago y seguiré haciendo. Sírvate esto de consuelo en nuestra forzada ausencia.”
“Mucho anhelo que te conserves bien y te cuides para dicha de nuestro hogar. Día llegará en que no nos separaremos más y acaso seamos felices dentro de las fugaces venturas de este mundo.”

Eduardo Acevedo Díaz actúo siempre impulsado por limpios móviles impersonales, como sólo podía hacerlo quien era y tal se sentía, un servidor público.
El 21 de agosto de 1895, respondiendo a quienes le reprocharan la dureza se sus ataques, escribió:

“El Nacional” no odia a nadie.
“Sólo abomina lo arbitrario, lo innoble, lo corrompido, en nombre de los principios conservadores de la sociedad; y si señala hombres, si moteja, si flagela, si arrastra a ciertas personalidades a la picota de la vergüenza pública, es porque esas personalidades encarnan y representan en la vida política los excesos, las licencias, los oprobios de muchos años de desventura y de mancilla para la república.
“El Nacional” está en su prédica por encima de las miserias del medio.”
“Sólo se preocupa de los hombres para estimar el grado de vileza a que ha llegado el poder público.”
“Sólo se atiene a los hechos para desentrañar causas y poner de relieve todo lo inicuo que el sistema de gobernar por herencia o bajo la tutela encierra, a fin de hallar en la opinión culta el apoyo necesario a modificar o cambiar tan intolerable estado de cosas.”
“Las propagandas que exigen sacrificios y que no esperan nada al final, a no ser un sacrificio mayor, no pueden ni deben fundar sus éxitos en el desmenuzamiento de tal o cual personalidad determinada; rozan a los hombres porque es la naturaleza humana la materia sobre la que se trabaja, pero únicamente en sentido de confirmar la eficiencia de sus dogmas ante la enormidad del vicio y de la infamia prevalentes.”
“… Las santas indignaciones populares no son odios pequeños; los odios de hombre a hombre. Son las santas cóleras anónimas que encuentran siempre blancos seguros para sus tiros, y sin ser, como lo son, desahogos personales sino colectivos, saben constatar antes la identidad de los delincuentes para infligir a éstos el castigo inexorable de las grandes justicias, anónimas también. De esas nobles indignaciones es un reflejo “El Nacional”.”

A medida que iba creciendo se dio entero a la lucha partidaria. La república se cubrió de clubes nacionalistas que se abrieron a su impulso.
“El Nacional” llegaba a todos los rincones del país y los hombres de campo se hacían leer los editoriales en voz alta, también las sátiras políticas que Eduardo Acevedo Díaz escribía con el seudónimo de “Fibradura”.
Pero se necesitaba mucho más. Por eso surgieron las asambleas a campo descubierto. En Florida, en Minas, en San José, en Migues, en la Unión, en el Parque Central, multitudes deslumbradas aclamaron a Eduardo Acevedo Díaz, escucharon su palabra inflamada y esclarecedora.

Dice Palomeque: “Sus mejores arengas serían aquellas que, escritas en su hogar, se incrustaban en su cerebro, como la masilla, para luego lanzarlas al ávido auditorio. Entonces, sí, su memoria sorprendente y su original manera de decir, cuando ahuecaba la voz se echaba atrás, miraba al cielo, con aire acompasado y tranquilo y señalaba con el dedo al porvenir, producían forzosamente efecto admirable en todos los espíritus y corazones de su generación, hiriendo el sentimiento y levantando las almas al entusiasmo y al delirio.”

Hablaba como un profeta. Sus palabras, impulsadas por una magnífica voz grave y sonora, dirigida por el ademán de su brazo derecho, llegaban al corazón de quien lo escuchaba.

Desde “El Nacional”, el escritor hizo un periodismo de alto nivel.
En una carta de 1890, Manuel Bernárdez le expresó a Acevedo Díaz que estaba cautivado por “la trabazón musculosa de las armoniosas estancias que componen su prosa admirable”

Cada uno de sus editoriales marcó un pleno equilibrio entre el vigor de su prosa y la exposición de los conceptos.

Palomeque dice que Acevedo Díaz escribió en su juventud versos y de los buenos.
De su pequeño libro “Nubes” editado en 1880, del cual posteriormente no volvió a ocuparse, se advierte una prosa donde siempre se resalta la presencia de un hondo sentido poético.

Se le ha reprochado, sin embargo, el haber puesto pocas ideas en su prédica. El reproche es de Carlos Roxlo, quien dijo: “Tal vez forzó la nota. Puso tal vez más pasiones que ideas en su predicación. Hoy nos parece hueco. Es que así lo exigían las circunstancias. Es que todos, entonces, querían salir de la esfera de los pensares para entrar en la esfera de los haceres.”

Acevedo Díaz, durante el tiempo que desempeñó la dirección de “El Nacional”, sólo abordó temas de carácter político e histórico, con algunas incursiones en lo literario. Los temas económicos y sociales le fueron totalmente ajenos y sólo en forma esporádica y tangencial entró en estas materias.
Las cuestiones sociales o económicas no se planteaban con las urgencias que habrían de plantearse quince o veinte años después.

La política, la historia y la literatura colmaban el marco de sus inquietudes.

Leyendo sus editoriales de “El Nacional” se advierte a lo largo de ocho años, la permanencia de ciertas ideas madres a las cuales se mantuvo fiel siempre y de manera rigurosa.
Esta prédica, valiosa por sí misma, fue, además, dignificada por el ejemplo que Acevedo Díaz brindó con su vida pública y privada, permanentemente.
Colocó a la honorabilidad como pauta definitoria de las actividades políticas y fue un hombre de honor.
“Moralista de acción activa” se le ha llamado con acierto., ya que todas sus actitudes políticas reposaron sobre una intransigente actitud moral.
Fue un ferviente y tenaz pedagogo que escribió y habló angustiado por el temor de no ser comprendido por aquellos, ante todos los jóvenes, a quienes se dirigía.

Su pensamiento: su máximo postulado: la concepción de la actividad política, y con ella, del gobierno y de los partidos, incluido el suyo, como medio de alcanzar fines trascendentes.

En su primer editorial de “El Nacional”, escribió:
“El Partido Nacional no aspira precisamente a apoderarse del gobierno. El gobierno no es más que un medio y un ejecutor; no es un fin.”
Tres años más tarde, retiraba esos conceptos: “El Nacional al levantar su bandera inició la tarea ímproba de reorganización de un partido desmoralizado; y al hacerlo, tuvo bien en cuenta que ese partido no era un fin sino un medio que debía utilizarse en sentido de la prosperidad y de la grandeza de la república.”

Esta idea fue la idea central en torno a la cual giró todo el pensamiento político de Eduardo Acevedo Díaz.

Entendió que en política debe mediar una estricta adecuación entre los medios y los fines. Por más elevados y trascendentes que sean estos últimos, aquéllos deben ajustarse a rigurosas consideraciones de ética.
En consecuencia con esa creencia censuró la actitud de algunos hombres del Directorio nacionalista que, en violación del acuerdo electoral de 1901, al que Acevedo Díaz se había opuesto con todas sus fuerzas, maniobraron en 1902 para que sus correligionarios votaran por candidatos colorados contrarios al pacto.
En noviembre de ese último año, Carlos A. Berro, Manuel R. Alonso, Alfredo Vásquez Acevedo, Aureliano Rodríguez Larreta, Rosalío Rodríguez, Diego M. Martínez y Bernardo García, todos los legisladores y la mayoría de ellos integrantes del Directorio, exhortaron a sus correligionarios a votar en las elecciones de senadores por candidatos colorados independientes: Diego Pons, en Salto, Saturnino A. Camps, en Soriano, Carlos A. Lenzi, en Florida.

Acevedo Díaz comentó así, desde “El Nacional”, esa actitud:

“En definitiva tan colorado es Camp como Dufort y Alvarez, Pons como Salterain, Lenzi como Cuñarro, pero no era lo leal. ¿Para qué exponer al partido al sacrificio del alto concepto de leal que tiene legítimamente conquistado ante propios o extraños? Firmar compromisos y cumplirlos sincera y noblemente como corresponde a los que proceden con conciencia exacta de sus deberes y responsabilidades; o no firmarlos y mantener sin relatos la libertad de acción para ejercitarla con igual sinceridad y nobleza en los casos que se ofrezcan.”

Y en su “Carta Política”, dirigida a Lauro V. Rodríguez y Eduardo B. Anaya, comentando estos mismos sucesos, concluía:
“Si se redarguye que todos los medios son buenos para llegar al fin, a esa falsa religión no pertenecen ustedes ni pertenezco yo.”

Acevedo Díaz sustentó una inconmovible fe en la democracia.
Toda su lucha política fue un largo combate por la verdad del sufragio y por el correcto funcionamiento de las instituciones republicanas. Afirmó una y otra vez que la única vía legítima para llegar al poder, era la que de las urnas. “Los gobiernos que se obtienen con las armas en las manos, a sangre y fuego, nunca serán representativos de la soberanía; antes bien serán fuente fecunda de anarquías, de sediciones y de injusticias históricas.”

Su aspiración máxima fue el sufragio libre, y con él, la pugna electoral franca y abierta que constituía, en su ánimo, un bien por sí misma, con independencia del resultado favorable o desfavorable que, para su partido, pudiera obtenerse.

“El Partido Nacional tiene que hacerse mayoría y sacarla prevalerte del sufragio si quiere ser gobierno legal y constitucional de la república, salvo que la fuerza prime el derecho y el derecho se vea en el caso de defenderse a mano armada.”

En 1898 criticó acerbamente a Carlos A. Berro, vicepresidente del Directorio, el que fuera emprender una gira política en la cual, iba a influir en la proclamación de candidatos a diputados en varios departamentos en función, no de su prestigio personal, sino valido del poder que le confería el cargo partidario que desempeñaba.

En febrero de 1901 se rehusó a siquiera la candidatura de Pedro Etchegaray para la presidencia del Senado, en la cual pensaron algunos senadores blancos, por entender que ésa era una imposición del presidente Cuestas.
Dos años más tarde, cuando la elección de Presidente de la República, en marzo de 1903, se negó a votar por Eduardo Mac Eachen por los mismos motivos.
“El candidato impuesto queda excluido. Inútiles serán las veleidades, los acomodos y las claudicaciones que pudieran sobrevenir, con motivo de tal candidato de imposición, aunque lo sea a dos remos, y serán inútiles porque a sucederse, dividirán al Partido Nacional radicalmente y llenarían de sombras negras el porvenir…
“… Si se pretende dar auge a esa candidatura impuesta, no ya por una sino por distintas influencias, nuestra prédica se acentuará sin consideraciones de ninguna especie, poniendo de relieve hombres y cosas, sea cual fuere el campo al que pertenezcan los primeros o se desenvuelvan las segundas.”

Eduardo Acevedo Díaz profesó una particular concepción de la disciplina partidaria.
Si el partido era para él un medio subordinado a fines trascendentes, la disciplina que vinculaba a los afiliados no podía ser sumisión ciega a los mandatos de la autoridad partidaria. Su adhesión como partidario fue una adhesión crítica, y al único juez que reconoció con bastante competencia para juzgar sus actos, fue a su propia conciencia.

En su “Carta Política”, dijo al respecto: “… la disciplina social y, como consecuencia, la disciplina partidaria, se entiende para el respeto y consagración de los rectos principios y de las buenas prácticas, y no para el respeto y la consagración de las malas prácticas y de los principios subversivos; de lo que fluye lógicamente que ninguna autoridad tiene el triste derecho de ir contra su credo y su bandera, ni de arrastrar a tan indignos extremos a los subordinados, sino que, por el contrario, los subordinados tienen el amplio e indiscutible derecho a oponerse a ellos, sin romper por eso la disciplina, pues sólo un ideal siempre respetado y consagrado es el que obliga a una acción cualesquiera conjunta y solidaria a todos y cada uno de los correligionarios.”

Combatió a la “evolución”, o sea, a los elementos pertenecientes a su propio partido que en tiempos en los cuales el nacionalismo permanecía en la abstención, concurrían a los actos electorales fraudulentos, y ocupaban bancas legislativas obtenidas en esas elecciones o desempeñaban ministerios en los gobiernos electores.
Contra ellos escribió sus más duros editoriales, por ejemplo como éste del 19/9/895:

“El Nacional”, dentro de una intransigencia absoluta respecto a los actos corruptores de esa camarilla, combate la evolución.
“El combate contadas sus armas leales porque la experiencia demuestra de un modo evidente que nadie puede entrar en un lugar infeccioso sin ser contaminado; porque es constante el hecho elocuentísimo de que en madriguera de lobos impera el instinto; porque han bastado múltiples iniciativas, a probar de modo pleno, que ninguna triunfa si no es iniciativa de prevalencia brutal de los que mandan, de ganancia a repartir por partes iguales; porque las aspiraciones impersonales huelgan donde gritan los ventripotentes, y la voz del patriotismo es eco de gaita en recinto de aullidos, donde el rebramar de las hambrunas supera a la palabra de orden; y finalmente, porque ningún específico milagroso existe para convertir en agentes sanos a los impenitentes empedernidos que han pasado por el aro del diablo.
“… Desde que así ha opinado y opina “El Nacional”, debió y debe reputar como adversarios de su prédica a todos los que alientan y sostienen la evolución, sea cual fuere la procedencia política de los mismos.
“No ha creído nunca en la sinceridad fervorosa de cristianos que ayudan a los turcos a maniatar vírgenes para venderlas en el mercado.
“… Los evolucionarios de un lado; del otro, los partidos leales.
“Que se junten con el enemigo los que han perdido la fe en el esfuerzo de los suyos, y que ha tiempo renegaron de sus ideales…”

Sustentó en todo momento una estricta posición civilista. Afirmó siempre la subordinación de los elementos de guerra del partido a la autoridad civil, así como la separación clara de ambas actividades.
En 1897, a pesar de ser figura de primera magnitud en el partido y de haber alcanzado en la Revolución Tricolor el grado de capitán, como ejemplo de su disciplina no aceptó mando en el ejército revolucionario.
Luego, en julio de ese mismo año, se retiró del campo revolucionario, rechazó el apoyo que pretendieron brindarles los jefes divisionarios, expresándoles que había venido como soldado y no como caudillo.

En 1898, en momentos en que el partido se abocaba a la elección de Directorio, el Cnel. Diego Lamas, firmó un documento de propaganda a favor de la candidatura de Juan José Herrera para la presidencia del cuerpo.
Acevedo Díaz, bajo el título: “Cada uno en su oficio. El pensamiento y la espada.”, el 12/4/898 censuró esa actitud de Lamas, diciendo:

“Civil es la tradición del Partido Nacional.
“El elemento civil, ilustrado e inteligente, ha sido siempre el que ha actuado en las altas esferas de la vida pública, tanto para organizar sus valiosos elementos como para señalar derroteros fijos a la marcha de la comunidad.
“Fue en el Partido Nacional costumbre y ley el acatar las resoluciones de las altas autoridades que se diera dentro de sus estatutos y leyes; y, cuando el coronel Bernardino Olid, verdadero caudillo prestigioso de su tiempo, fue bastante osado para pronunciarse en desacuerdo con las prácticas severas adoptadas como norma de conducta por su parcialidad política, el digno gobernante don Bernardo P. Berro, que a la vez era el tribuno más descollante de esa parcialidad, supo emplear la energía necesaria para reprimir el avance del soldado valeroso que se permitía inmiscuirse en cuestiones que no eran de su profesión ni de los hábitos que ésta impone a los que sólo deben mandar en la batalla y obedecer en los tiempos de paz.
“Por eso hemos deplorado, con verdadero sentimiento, que el coronel Diego Lamas haya aparecido en un documento que ha visto la luz pública, sosteniendo una personalidad determinada para el cargo más elevado del partido, antes que se reuniese el congreso elector llamado por nuestra ley orgánica para designar SIN COACCIÓN MORAL ALGUNA, al que, en su recto criterio y acción libérrima, mereciera ese honor en nombre de la voluntad soberana del partido.”

Cinco años después, cuando la elección presidencial de marzo de 1903, marcó idénticos conceptos.
El 21 de febrero de ese año, bajo el título: “Los procederes ilícitos y la coerción moral”, escribió:

“Según datos a la prensa por el directorio, el señor Saravia había echado su espada en la balanza, con la pretensión de inclinarla a favor de los que, en nuestro concepto, han violado los principios del partido al proclamar al candidato IMPUESTO, señor Eduardo Mac Eachen.
“Si es así, debemos constatar un desengaño más.
“… Corresponde al elemento civil, de acuerdo con las tradiciones gloriosas del partido, el gobierno libérrimo de sus intereses, en tanto se viva en paz, pues, de otro modo no es concebible el desarrollo y progreso de las grandes fuerzas de la república por iniciativas que no dependan de la superioridad indiscutible de la competencia y el talento.
“En cuanto a la actitud que se dice asumida por el meritorio caudillo de la revolución de 1896-97, que nosotros preparamos con nuestra prédica, y a la que concurrimos personalmente, cúmplenos decir que no es la discreta y acertada, ni la que ha de merecer el consenso de los hombres de acción y de sacrificios verdaderos, que militan en filas.
¡El tiempo lo comprobará con su ruda elocuencia!”

Eduardo Acevedo Díaz junto a José Batlle y Ordoñez

¿Cuáles fueron las razones que llevaron a Eduardo Acevedo Díaz a votar a Batlle?

En la elección presidencial de 1903 Batlle tuvo importantes ventajas sobre los otros candidatos.
Fue él, el único que consagró la totalidad de su tiempo y de sus energías al exclusivo empeño de triunfar. Fue él, también, el único que quiso la Presidencia de la República con un propósito, con una intención trascendente.

Mac Eachen sólo veía en ella la forma de complacer a Cuestas y proclamaba no estar dispuesto a dedicar la obtención de la misma “ni un paso ni un peso”.

Blanco aspiraba a la presidencia como culminación de una carrera brillante, pero no apasionada.

Batlle, en cambio, pretendía la presidencia con una ambiciosa profundidad: para él, la presidencia no era una culminación, sino un punto de partida.
Desde enero de 1902, Batlle se dedicó en forma total y absoluta a trabajar personalmente en su propia candidatura.
No confió en nadie, pensó en todo, todo lo previó. Se afanó por atenuar las aristas de su personalidad susceptibles de despertar recelos en las “clases conservadoras”, en filas conservadoras o en los hombres del nacionalismo. Arrastraba tras sí veinte años de lucha política dura, intransigente, implacable, a veces. Se esforzó en gran medida en mostrar su imagen suavizada, desbastada de todas las asperezas que podían hacerla resistida.

Con relación al Partido Nacional, Batlle logró desde un principio la adhesión de Acevedo Díaz. A quien lo unían amistad personal y una sustancial identidad –divisas a un lado- en materias de ideas políticas.
Batlle, colorado, estaba más cerca de Acevedo Díaz, blanco, de lo que podía estarlo de Cuestas o Etchegaray; Acevedo Díaz a su vez tenía mayor afinidad ideológica con Batlle que con Saravia, Imas o Rodríguez Larreta.

Con treinta y siete votos en la Asamblea General sobre un total de ochenta, frente a un Partido Colorado dividido en tres candidaturas y con un Presidente de la República no acatado unánimemente por los propios legisladores oficialistas, el Partido Nacional disponía de inmejorables cartas para influir en la elección del sucesor de Cuestas. Pero las jugó mal.
Se le abrían al nacionalismo varios caminos. Podía proclamar, por su parte, a un candidato nacional, que resultara irresistible para los colorados. Saravia pareció intuir algo de esto, pensando en José P. Ramírez. Lo planteó sin energía ni convicción y eso no llegó siquiera a discutirse como solución del partido.
Podía, también, guardar una actitud de expectativa, reservando sus cartas hasta el final, buscando ahondar las divisiones coloradas para que el candidato triunfante debiera su victoria al aporte del Partido Nacional, hacia el cual tendría que sentirse una vez electo, obviamente obligado.
Pero nada de eso hizo el nacionalismo, fueron muchas torpezas acumuladas por el Directorio y por Saravia que hacían pensar que la presidencia no era el problema fundamental del momento.

Lo que en realidad buscó la dirigencia conservadora nacionalista fue liquidar definitivamente el pleito interno partidario, erradicando a Acevedo Díaz del partido.
No se explica el por qué de toda la gran parodia que significó el ofrecimiento de los votos nacionalistas a Juan C. Blanco, primero, y a Eduardo Mac Eachen, después, cuando ya se sabía que esas candidaturas no podían ser por no contar con los votos colorados necesarios.

Saravia, por su parte, en esta ocasión, colmó su lejanía, su indiferencia.
De él tenían que emanar directivas claras y precisas que se impusieran a todos los legisladores nacionalistas. No las hubo. El caudillo que no conocía personalmente a ninguno de los tres candidatos y que tenía que basarse en lo que sobre ellos le decían sus informantes, fue, quizá, partidario de votar a Mac Eachen, un poco por solidaridad con Cuestas y porque esperaba manejarlo a través de Etchegaray. Pero, en el fondo, el problema presidencial poco le importaba.

Desde febrero de 1902, Acevedo Díaz había sostenido que la unidad del partido –dividido entre acuerdistas y radicales- requería una renovación que comenzara desde arriba, imponiéndose la renuncia del Directorio y la no reelección de quienes lo integraban.
El resultado obtenido en el Congreso Elector significó una desautorización partidaria de su prédica, y ante él, Acevedo Díaz resolvió apartarse de la lucha política, abandonando el 8 de abril la dirección de “El Nacional”.
La juventud nacionalista de Montevideo se solidarizó con la actitud de Acevedo Díaz.

El alejamiento de Eduardo Acevedo Díaz de “El Nacional”, que tanto había conmovido a los jóvenes, no despertaba emoción alguna en el espíritu de Saravia.

Eduardo Acevedo Díaz, pese al apoyo generoso de la juventud, se negó a volver a “El Nacional” mientras el partido no le otorgara un voto de confianza.
Sin embargo, las cartas y telegramas que a diario llegaban de todos los rincones del país, vencieron su resistencia y el 18 de junio Acevedo Díaz volvió a hacerse cargo de la dirección de su periódico.

La división del nacionalismo cada día era más creciente.
Sus hombres, sus legisladores, reaccionaban en forma diversa frente a los diferentes problemas que se iban presentando, y el Directorio, no representaba un factor de unidad.

Pero sin entrar más en detalles, vamos nuevamente a la pregunta principal:

¿Cuáles fueron las razones que llevaron a Eduardo Acevedo Díaz a votar a Batlle?

Ese voto ¿fue un acto de traición hacia su partido? ¿O –y en el fondo, aunque mirada desde distinto ángulo, la motivación, sería la misma- medió una “conversión” de Acevedo Díaz a la ideología de Batlle?

Para los nacionalistas, Acevedo Díaz fue un traidor que renegó de su credo y de su partido y consagró el triunfo electoral de su mayor enemigo.

Para los batllistas, Acevedo Díaz, ganado por la personalidad y las ideas de Batlle, habría puesto antes que los intereses partidarios, el interés nacional, contribuyendo con su voto al surgimiento de un nuevo estado de cosas.

La explicación es más compleja. Está contenida en los numerosos artículos que Acevedo Díaz dedicó al tema “El Nacional” y en las páginas de su “Carta Política”.

Resumiendo:

Batlle, dentro del Partido Colorado si bien representaba, una línea popular, en modo alguno había enunciado un programa de reformas radicales.
Era una figura de prestigio relativo que, además, llegaba a la Presidencia de la República con la resistencia de importantes sectores colorados.

Acevedo Díaz cuando votó a Batlle lo hizo pensando exclusivamente en lo que él entendía eran los verdaderos intereses del Partido Nacional. Y los hechos demostraron que no se había equivocado.

Descartada la candidatura de Juan C. Blanco, la cual naufragó por su falta de aceptación en el campo colorado, quedaron solamente las de Batlle y Mac Eachen.
El nacionalismo vio o pretendió ver en Mac Eachen una solución nacional.
Esta candidatura, de triunfar, a lo sumo podía significar una continuación, bajo aspectos penosos, del régimen cuestista y un incremento de su influencia, no del Partido Nacional, sino de su caudillo militar.

Esta fue una de las preocupaciones que guió a Acevedo Díaz en su voto a Batlle.

Acevedo Díaz desde 1897 hasta 1901 buscó entenderse con Saravia.
Pero, a raíz de su entrevista de julio de 1901, y de la posterior conducta del Caudillo en el acuerdo electoral de ese mismo año, su actitud hacia éste cambió en forma radical. En su concepto, Saravia llevaba el partido, fatalmente, a la guerra civil.

El voto a Batlle fue, finalmente, la consecuencia lógica y necesaria de su posición frente a los acuerdos electorales. Votar a Mac Eachen significaba aceptar la situación imperante de equilibrio inestable, en la cual la paz o la guerra dependían de los entendimientos o las desinteligencias entre el Presidente de la República y el Caudillo Blanco.
Porque no aceptó ese estado de cosas sino como una situación esencialmente transitoria, que era imperioso hacer cesar a la brevedad posible, Acevedo Díaz estuvo contra los acuerdos electorales. Porque entendió que el régimen de coparticipación tal como había sido encarado bajo el cuestismo, no podía ir más allá de noviembre de 1904, votó a Batlle.

Eduardo Acevedo Díaz no comprendió que lo que para él era bueno, no tenía por qué ser bueno y verdadero para los demás.
Muchos le retiraron el saludo y le daban vuelta la espalda.
Se le hizo social y políticamente el vacío más total, más despiadado. Sobre su casa llovieron los anónimos que lo cubrían de injurias y de amenazas. Y se trató de herirlo en lo más querido: en su mujer y sus hijos, que tampoco escaparon a las calumnias y que también fueron amenazados de muerte.
Pero nadie lo enfrentó cara a cara.

Bajo esas circunstancias, no tenía sentido su permanencia al frente de “El Nacional”. El 23 de abril se retiró del diario.

En su despedida dijo:

“He terminado por el momento mi misión en la prensa.

“Me retiro sin odios, con fe inquebrantable en mis propias convicciones, por resolución deliberada y espontánea en la mejor armonía con los propietarios y colaboradores del diario, que son siempre mis nobles amigos, y a quienes pongo por testigos de la honradez de mis procederes y del desprendimiento de mi conducta en todos los tiempos. Romper la pluma y dejar a los que conmigo han permanecido por lustros atados a la rueda, es pena bien dura que me impongo. Deben creerlo así aquellos que me guardan rencores implacables por delito de hablar sostenido con independencia mis opiniones, y me niegan la tierra, el agua y el fuego, como al más protervo de los hermanos disidentes…”


Pero este alejamiento no alcanzaba. Era preciso apartarlo más aún, despojarlo de todo.
Si había renunciado al diario le quedaba su banca en el Senado.
En agosto de 1903, Batlle, cediendo a las presiones de la dirigencia nacionalista, y comprendiendo que Acevedo Díaz estaba políticamente terminado, lo designo Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario de la República ante Estados Unidos, México y Cuba.
El 23 de setiembre se alejó del país para asumir su destino diplomático.
Antes de partir, escribió el más notable de los documentos políticos: su “Carta Política” dirigida a Lauro V. Rodríguez y Eduardo B. Anaya, sus compañeros de “El Nacional”, fechada el 15 de setiembre, apareció primero en las columnas del diario y luego fue impresa en forma de folleto.
En ella, Acevedo Díaz hizo una exposición de su actuación de los últimos años de su vida pública y analizó a fondo la situación partidaria.
Allí, previó con clara lucidez la guerra civil que se avecinaba y las consecuencias penosas que habría de tener para el país y para el partido.

En este documento, verdadero testamento político que sorprende por la serenidad con que fue escrito, cerró su actuación pública con estas palabras:

“No se sentirá, estoy seguro, el hueco que dejo en las filas donde revisté más de treinta y cinco años, en permanente lucha activa dentro y fuera del país, sin más anhelo que el triunfo de los principios nobilísimos a que sacrifiqué toda mi juventud.
“El vacío se ha de llenar con facilidad por alguno de los que saben política cortesana y refinada, o la muy práctica de la impudencia y la perfidia, si es que los fieles al credo de la verdad y el patriotismo no detienen el avance y se apresuran a cubrirlo de un modo resuelto y vigoroso.
“Por mi parte no haré ya sombra al más humilde de los nacionalistas.
“… Mis votos sinceros para los que perseveren en la prédica, aun a muy larga distancia, y abrigo fe de que a mi regreso, un buen día, tenga la satisfacción de aplaudir sus triunfos positivos y duraderos, en el terreno del derecho, del recto sentido práctico y del progreso de la razón pública”.

Al dejar el país definitivamente para asumir su destino diplomático, Acevedo Díaz era un hombre desgarrado, mutilado en lo esencial.
La expulsión del partido y la repulsa prácticamente unánime de sus correligionarios lo habían herido a fondo, en lo más íntimo. Ahora, se sumaba además el alejamiento de la patria, y la conciencia de haber sido rechazado por sus compatriotas.

Empezaba una carrera, la diplomática. Ni lo atraía, ni la sentía, que era extraña a su temperamento, ajena a todo lo que él había pretendido ser, a todo aquello por lo él había luchado.
Ya no había esperanza, el alejamiento de la patria era sin retorno.

Los dieciocho años que separaron su alejamiento del país y su muerte, ocurrida el 18 de junio de 1921, en Buenos Aires, transcurrieron en medio de la pobreza, en la soledad y el silencio.

En 1904, cuando aún ni había pasado un año de su alejamiento del país, le escribió a Lauro V. Rodríguez:

“La patria y mis amigos estarán siempre en mi corazón. Las amarguras pasadas y los actuales motivos de otras nuevas, no han modificado en lo más mínimo mi modo de sentir y de pensar. He creído que después de desatarse sobre mi cabeza una tempestad de odios, y de alejarme de la tierra nativa, se imponía el silencio para mí en política no sólo como un deber, sino también, como un medio de que mis amigos hallasen más libre el camino para el logro de sus elevados propósitos, en orden a los principios y a la felicidad del país.

“En cierta manera me he hecho superior a los desencantos y a los dolores mismos, no viendo en éstos más pruebas continuas impuestas al carácter, si él ha de servir como elemento de estímulo y mejora a la miseria humana”.

En varias ocasiones intentó escribir sobre los sucesos políticos que había protagonizado, pero nunca pudo pasar de la primera página.
Algo se había roto en su interior y la pluma, ya no respondía al pensamiento.
Como escritor tampoco volvería a ser lo que había sido.
Desde 1895 hasta 1903, absorbido por la lucha política, descuidó casi por completo su actividad creadora.

En esos momentos, alejado de la vida política, todo parecía propicio para reanudar su labor de novelista.
No fue así, sin embargo. En este período de su vida publicó cuatro nuevos libros, fue muy poco lo que escribió, y dos libros inconclusos: “De Montevideo a Londres” y “Días de Roma”.

En 1907, en tiempos en que se desempeñaba en la Argentina, publicó en Buenos Aires una nueva novela, “MINÉS”, retornó a la línea romántico-folletinesca que había trazado dos décadas atrás con “BRENDA”, cometiendo los mismos errores que en ésta.

En 1910, en Roma, reunió en forma de libro varios trabajos de carácter histórico ya publicados antes en diarios y revistas rioplatenses, y los editó con el título de: “Épocas militares en los países del Plata”.

En 1914, impresa en Montevideo, en los talleres gráficos de “El Telégrafo Marítimo” dio a luz la novela que cerró su ciclo histórico.
Con “LANZA Y SABLE”, Acevedo Díaz retomó el camino que había comenzado con “ISMAEL”. Reanudó no sólo la temática de sus grandes obras, sino también la finalidad didáctica y pedagógica.

En el prólogo de “LANZA Y SABLE”, bajo el título “Sin pasión y sin divisa”, dijo:

“Es necesario hacer el relevo de los lustros sombríos sin calculadas reservas, para que al fin nazcan ante sus ejemplos aleccionadores los anhelos firmes a la vida de tolerancia, de paz, de justicia y de grandeza nacional.
“… El solo concepto racional del patriotismo, es todavía oscuro para muchos hombres. El de la nacionalidad como conciencia nueva, apenas se acentúa. Ahora comienza el empeño. Antes a todo se ha propendido, menos a educar y robustecer esa pasión, la más viril y elevada de los pueblos. Sin embargo, la materia prima superabunda en la historia. Se hallará en el gaucho y su descendencia, hasta la quinta generación.”

Aunque publicada en 1914, “LANZA Y SABLE” fue, seguramente, escrita varios años antes.
“LANZA Y SABLE” es la novela del comienzo de nuestras guerras civiles, cronológicamente abarca el período entre 1834 al dejar Fructuoso Rivera la presidencia y 1838, con la capitulación de Paysandú y la deposición de las armas por parte de Lavalleja.
A diferencia de las otras novelas, donde los personajes históricos aparecían esporádicamente, siendo los verdaderos personajes seres de ficción, en “LANZA Y SABLE” el personaje principal en torno al cual gira toda la obra, es Rivera. De ahí el título, “FRUTOS”, luego desechado, con que Acevedo Díaz proyectó y anunció la novela.
A éste le dedica un capítulo, el XII, donde bajo el título de “Proteo”, hace un agudo análisis histórico y psicológico de la compleja personalidad de Rivera.
Este capítulo fue una de las páginas más logradas de Acevedo Díaz. Allí volcó todo lo que pensaba y sentía de Rivera, aunque en realidad de quien habló y escribió fue de Aparicio Saravia.
Si se sustituye el nombre de Frutos, en la novela, por el del caudillo blanco, se puede comprobar con fidelidad absoluta lo que Acevedo Díaz pensaba de Aparicio Saravia.

En 1916 publicó en Buenos Aires: “EL MITO DEL PLATA”: obra breve, es una brillante reivindicación de Artigas, a quien presenta, como fundador de la nacionalidad oriental.

Eduardo Acevedo Díaz, en una pequeña página que escribió poco antes de morir, reflexión íntima no destinada a otros sino a sí, resumió la serena amargura de sus últimos años, diciendo:

“De pronto cayeron piedras alrededor del extraño transeúnte.
“Este se inclinó y tomó uno de los guijarros. Después de examinarlo un breve instante, lo guardó en uno de sus bolsillos, y siguió su camino murmurando: “Yo quería una muestra o símbolo de rabia de hiena o perro salvaje. Es la expresión del odio anónimo”.
“Y volviendo la cabeza, alzó la mano susurrando más alto:
“Los perdono en corazón y en espíritu”.
“¿Quién sería ese hombre?”


3ra. parte: Breve resumen de su vida.

Nació el 20 de abril de 1851.
Se integró en las filas del Partido Nacional y a los diecinueve años abandonó sus estudios para participar en la revolución cuyo caudillo fue Timoteo Aparicio. En 1875 actúa en la Revolución Tricolor y en 1879 es uno de los gestores de la revolución blanca, donde actúa junto a Aparicio Saravia. Como consecuencia de su prédica periodística, en esa época sufrió varios destierros.
Colaboró en los diarios La República, La Democracia y fundamentalmente en El Nacional, que dirigió desde 1895 a 1903.
En 1899 es elegido senador. En 1903 es expulsado de su partido por dar su voto a Batlle.
Esto trajo como consecuencia el alejamiento total del país y el inicio de su carrera diplomática que cumplió en países de América y Europa.
Finalmente se radicó en Buenos Aires, donde falleció el 18 de junio de 1921.

SUS OBRAS

Aparte de su gran cantidad de artículos, discursos, conferencias y un apreciable conjunto de obras breves, se destacan:

Brenda - 1886
Ismael - 1888
Nativa - 1890
El combate de la Tapera - 1892
Grito de Gloria -1893
Soledad - 1894
Minés - 1907
Lanza y Sable – 1914

Material Extraído de Colección de Oro del Estudiante - Eduardo Acevedo Díaz – “Soledad” – Obra completa – Resúmenes – Análisis – Biografía- Manuel Montecinos Caro – Impreso en Chile y “Los mejores cuentos” – Selección, prólogo y notas de Pablo Rocca– Ediciones de la Banda Oriental – Montevideo – 1997.

Redacción y Recopilación de Datos:

Valentina Garcés Campbell.

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